domingo, 30 de septiembre de 2012

Noches del Real Sitio

 

Con el muy rebuscado y algo cursi nombre de Noches del Real Sitio, en su quinta edición, ha tenido lugar en La Granja un ciclo de conciertos entre los días 6 y 16 de julio. Y uno que de musicólogo, entendido o melómano tiene más bien poco, pero sí curiosidad por todo lo que merece la pena ser visto, decidió el sábado ver qué era aquello. Dicho y hecho. Como la cosa se anunciaba en la recién restaurada Casa de las Flores y como no es la primera vez que regreso a casa después de un concierto, un ballet o un teatro con los huesos arrecíos por el frío y el duro suelo de granito, tomé mi manta, mi jersey y mi bocadillo de jamón, los metí en una bolsa de plástico a falta de mochila y allí me planté. Con tan mala suerte que no era en “los Jardines” de la Casa de las Flores, sino en la mismísima Casa de las Flores (muy bien restaurada, por cierto). Situación de pánico: como puede disimulé mi cutre bolsa de plástico con la manta, el jersey y el bocata, me puse en la cola con cara de enterao y adentro, que además de sentados y a temperatura humanamente aceptable, era de balde. Obviamente, dejé escapar una lagrimita recordando los dedos yertos y los riñones acalambrados en actuaciones como la de Lindsay Kemp Company o Tequendama en el Patio de Coches, Joan Manuel Serrat en el de Herradura y tantas otras en la fuente de Los Baños de Diana; o las noches de cine para supervivientes en el mismo Patio de Coches. Y es que mire usted, para mí lo del marco incomparable se lo podían aplicar por cualquier vía poco deseable en más de una ocasión, que la música, el teatro o el cine han de verse donde han de ser vistos, es decir en salas cerradas. Y en este caso concretamente, dicho sea de paso, la sala es excelente para conciertos.
Y hablando de los conciertos, un auténtico espectáculo, oiga. Mejor el del viernes que el del sábado, pero un espectáculo los dos, al fin y al cabo. Y no me venga nadie con el “yo de música no entiendo”, que de esto no hay nada que entender: te gusta o no te gusta, como todo. Lo que no entiendo yo es que haya alguien incapaz de vibrar cuando el cello sostiene una nota en el aire y el piano y el violín revolotean a su alrededor; o cuando llora el violín y le acompaña el piano con su andar pesado… Pero eso, insisto, no es cuestión de saber sino de sentir. Como no hay que entender nada de toros cuando se corta la respiración viendo a José Tomás ceñirse el toro en un natural profundo; o no hay que entender de arte para sentir la brutalidad de la guerra, pintada por Goya en dos trazos; o ante la grandeza del vencedor pintada por Velázquez en La Rendición de Breda. Tampoco es menester haber estudiado mucho para se te aceleren las pulsaciones con el vuelo de una falda o con la risa de un niño, créame.
Y es que esto del arte es como lo del vino: cuando sale un sacamantecas dispuesto a vender la burra ciega no faltan los que, a cambio de que parezca que entienden de lo que nunca han entendido, están dispuestos a aflojar hasta el último euro. Y claro, mientras haya alguien dispuesto a soltar el dinero sin preguntar, habrá alguien dispuesto a cogerlo sin contestar. Así nos va…
Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro


Peladilla

 

Recuerdo que, al principio de llegar a La Granja con mis padres y hermanos, en torno al año 73 del siglo pasado y teniendo yo unos inocentes once años, una de las cosas que más me extrañaban de este pueblo era que todos sus vecinos fueran iguales. Pero iguales físicamente, como si todos fueran gemelos. Todos a excepción del señor Juan y la señora Juliana, porteros de mi Casa de Oficios, que entonces sí los había. Gente entrañable, desde luego, de la que ya no queda.
Y digo que eran todos iguales porque si ibas a dar un paseo a Los Jardines, el guarda que te encontrabas en la puerta con gorra de plato era exactamente igual que el jardinero que habías visto el día anterior recortando los parterres con un mono; y este a su vez tenía un parecido casi idéntico con el tipo del pañuelo con cuatro nudos en la cabeza que había estado el día anterior dando yeso en la pared de tu casa, después de que un fontanero en camiseta, también igual a los anteriores, hubiera sacado una tubería de un baño al otro. Por supuesto sin que se enteraran en las oficinas del Patrimonio. La cosa podía rayar en la esquizofrenia cuando, por la tarde ibas al cine y otro tío igual que todos los anteriores, con un chaleco sin mangas, te cortaba la entrada y un segundo clon con una linterna te acomodaba en la butaca. En la silla de madera del entresuelo más bien, pero en fin.
Mis dudas se fueron disipando cuando, poco a poco, fui comprendiendo que no es que todos los de La Granja fueran iguales, sino que era siempre el mismo. Y ese ser ubicuo no era otro que Ladislao Ayuso, El Peladilla. O, como él mismo dijo una vez a mi padre, que tenía la costumbre de llamar Jóse a todo el que no sabía cómo se llamaba: “Me llamo Peladilla, señor conde, Peladilla. Y si me quiere llamar por mi nombre, Ladislado”. Porque esa es otra, Peladilla tenía a gala conocer a todos los condes, condesas, marqueses, marquesas, “duqueses”, duquesas, barones, “barona” -que "barona" solo hay una-, “principeses” y “principesas” que en La Granja fueran. Y los trataba y hablaba de ellos con una pompa y una ceremonia casi portuguesas. Sin servilismo, pero con gran orgullo de conocerlos a todos. Y es que además los conocía y le conocían a él. Y difícil fuera que no le conocieran porque, como digo, se estropease lo que se estropease en casa -y cuando se estropease, que no es un detalle menor- había que llamar al Pela.
Decían que Peladilla había escapado del infierno del alcohol, pero cuando yo lo conocí esto ya era historia, gracias a Dios. A Dios y a él, que de estas cosas si tú no sales, no te saca nadie. Y no haré juegos de palabras, que me merece mucho respeto el tema. Sin embrago, algo debió torcerse al cabo del tiempo, una última embestida de la vida que el Pela no supo aguantar. O no quiso o no tuvo más fuerzas. Me contaron que, como siempre ordenado y disciplinado, dejó en el pilón de granito del puente su cartera, su cadena y su reloj. Después, supongo, haría un esfuerzo más de valor y desapareció en el agua del pantano para siempre.
Como decía la vieja canción que una y mil veces hemos cantado en La Granja:
“Sabe Dios qué angustia te acompañó,
qué dolores viejos calló tu voz…”


Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro


La Tertulia

 

Si hablo de la plaza del Mercado Viejo de La Granja, muchos -la mayoría- se quedarán como estaban. Si además digo que es el lugar donde se encontraba La Tertulia, ya serán muchos más los que sepan de qué estoy hablando, y otros tantos los que se quedarán peor aún de lo que estaban. Y es que La Tertulia fue un bar-discoteca-discobar o lo que buenamente quiera que fuese, que en realidad lo fue todo, en el que pasamos infinitas tardes, noches y lo de en medio, a lo largo de su cortísima historia. Tan cortísima como que no sé si duró más de un año. Y eso que la idea no era mala, porque lo más parecido a una discoteca que había en el pueblo era El Chuletín, donde los marqueses no éramos bien recibidos; o El Búho donde se iba a cosa distinta que bailar o tomar una copa. Sin embargo lo de tener discoteca fuera de El Tiro, especialmente en aquél principio de los 80, era todo un lujo que ponía La Granja al nivel de Marbella, Ibiza o Mykonos. Eso, sin exagerar.
La idea y su ejecución fueron de Álvaro Chávarri, que no sé lo que luego sería de su vida, ni siquiera si aún sigue por La Granja. Si es así, que perdone mi ignorancia. El local, uno bastante grande -que ahora es una casa de pisos- con una sala principal, dando a la calle por tres ventanas y con una barra grande. La atendía José Luis, hermano de Justo, quien a su vez había tenido hasta entonces otra discoteca, ésta en la carretera, en un chalé frente a la urbanización El Parque que se llamaba Liberty. En el interior, otra sala también bastante grande al más puro estilo de los “reservaos” de las discotecas rurales, adaptada para las funciones de discoteca: cabina para el “pincha” en la que muchos aprendimos a poner discos, mesa de luces, pista de baile… y hasta bola giratoria con espejuelos, oiga. La verdad, es que aunque había dos o tres “pinchas” titulares, allí podía entrar casi cualquiera y poner la música que más le apeteciera. Y esto no es baladí, que si ahora la música discotequera -si es que a eso se le puede llamar música- es “la que es” y no hay otra, entonces había distintos estilos, cada uno con sus partidarios y sus detractores. Más aún, entonces en todas las discotecas, incluidas las de mayor prestigio y proyección, se ponía “lento”: por un rato no muy largo, se ponía música lenta, luz “negra” o morada y se bailaba agarrados frente a frente y a paso lento. Increíble ¿no? Pues no sabéis los buenos resultados que daba, jovencitos. Tan buenos que a veces resultaban trágicos. Y es que no menos de dos o tres matrimonios se vieron bastante comprometidos aquél verano. No diré que por culpa de La Tertulia, pero sí que en La Tertulia te podía confundir la noche y hacerte ver cosas increíbles.
Si a eso le añadimos la buena fe de José Luis, no sólo a la hora de cobrar sino también al dejarnos entrar en la barra a servirnos, no es de extrañar que de allí saliera mucha gente, muchos días, muy aturdida. Para lo bueno y para lo malo, que si muchas veces la cosa era divertida, otras se organizaban unas ensaladas de bofetadas que podían llegar a alcanzar la categoría de históricas. Especialmente -pero no solamente- cuando venía una cuadrilla de gente del pueblo. Que si normalmente venían a tomar una copa pacíficamente, nunca faltaba el tocapelotas que venía a poner en su sitio a los marqueses. Ni un marqués al que no hacía falta tocarle las palmas para que se arrancara por bulerías. Consecuencia: lo que iniciaban uno o dos, lo acababa la mayoría agarrando a otro por el cuello, con otro agarrándole por el cuello, rompiendo vasos o con el vaso roto. Nada grave, al fin. Ya dije en otro artículo que entonces las peleas eran entre hombres, a puñetazos y sin puñaladas traperas. Si al terminar habías cobrado, mala suerte. Si además también habías repartido, también mala suerte, pero por lo menos te habías desahogado. Lo dicho, la eterna historia. Nuestra historia.
Después de aquello, anduvimos varios años errantes por la provincia de Segovia en busca de una discoteca donde ir a dar con nuestros huesos cada noche. Unas mejores y otras peores, pero ninguna como aquélla.
Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro

Escrito por tiroleses el 06/06/2012 12:21

Faustino

 

Si hay una persona anclada a mis recuerdos del Tiro, aparte de Luis, Tere y su familia, ese es Faustino. Y no es que no tenga buenos recuerdos de otros que hayan pasado por las instalaciones del club, que los hay. Simplemente, para mí Faustino era una parte del Tiro, tan importante como cualquier otra.
Por la mañana en El Chato o por la tarde en El Tiro, cuando llegabas siempre estaba él observando, fiscalizando uno a uno a todo el que entraba, con quién entraba, con quién salía, si llevaba su bicicleta… y ese era su gran mérito, en mi opinión: a Faustino no se le veía, pero siempre estaba. Con su pesado andar, su gorrilla beige tapando su generosa calva, su nariz pronunciada y sus pantalones de mil rayas en verano. Dando vueltas por la terraza, en la barra o en “su” garita. Porque eso sí -lo siento, Ángel- esa es la garita de Faustino. Aunque después haya sido de otros, pero nadie como Faustino la ha habitado aparte de tenerla como lugar de trabajo.
Y cuando digo que a Faustino no se le veía, no lo digo de broma, que ya era motivo de diversión entre nosotros, cuando alguien aparecía con un invitado en El Tiro, decirle que se sentara directamente en la terraza. Comenzaba entonces el proceso de acoso por parte de Faustino, al más puro estilo de los programas de Félix Rodríguez de La Fuente de entonces o de National Geographic de ahora: primero, daba un par de vueltas alrededor; si veía que el invitado no reparaba en su presencia o no le llamaba el socio que le había invitado, se acercaba poco a poco hasta quedar justo a la altura de la mesa; si aun así nadie se dirigía a él, dirigiéndose al invitado pronunciaba la frase que, desde entonces, a muchos se nos ha quedado como signo de “nuestro” pueblo: “¿y tú de quién eres?” Excuso decir cómo terminaba aquello con todos conteniendo la risa pero vamos, que el invitado pagaba era algo incuestionable…
Me contaron una vez una anécdota de Andrés Mochales padre (abuelo, habría que decir ahora y deberían corroborar sus hijos si ocurrió como la cuento), que se encontraba sentado en la terraza con un ministro. Pero claro, entonces los ministros no tenían gabinetes de imagen y comunicación ni eran gente amable y sonriente, sino más bien al contrario. El concepto de autoridad era distinto en aquella época. Total, que Faustino comenzó su ritual de aproximación hasta que llegó a preguntar “de quién era” al ministro. Tensa situación que intentó remediar Andrés Mochales diciendo: “Faustino ¿va a cobrar usted al señor ministro?”, ante lo que Faustino muy ceremonioso, se quitó la gorrilla y poniéndola contra su pecho dijo: “Por muchos años. Son quince pesetas”.
Nunca definiría a Faustino como alguien cariñoso o amable, que no lo era. Todo lo contrario, su recia sobriedad castellana, le hacía aparecer como la roca o el tronco del roble. Algo entrañable en lo que nadie repara y que siempre está en su sitio. Hasta que deja de estar.
Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro


Hoy salgo del armario

Ya está bien, hasta aquí hemos llegado. No aguanto ni un día más: el mundo tiene que saber mi verdad. Han sido años de silencio culpable, soportando los embates de mi conciencia, luchando contra todo aquello que me habían enseñado y haciendo en secreto lo que en público juzgaba como un crimen. Mofándome de los que eran como yo y compartiendo con ellos, cuando nadie me veía, el placer que nos unía. La conciencia me impide seguir ocultando la verdad un solo día más, así que aquí y ahora voy a declararlo solemnemente: me gusta el tinto con gaseosa.
Hay quien le llama tinto de verano, que es la forma eufemística de disfrazar nuestro pecado nefando cambiándole el nombre. Pero yo he dicho -y mantengo- tinto con gaseosa. Y si es La Casera, mejor. Porque, vamos a ver, si damos por bueno el argumento de los entendivinos de que con la gaseosa te cargas el vino ¿no es más cierto que con el zumo de fruta de la pasión te cargas el rape; que con el perejil, el tomillo seco y el regaliz en polvo te cargas la piña; o que con la cerveza negra y el azúcar te cargas el cordero? Pues todo eso no lo hago yo, lo hace Juan Mari Arzak y de ello presume en su página güeb. Y solo es un ejemplo, que si nos ponemos a mirar las páginas de bullis, can fabes, can rocas y demás cans con varias estrellas Michelin que a lo largo nuestra geografía abundan, sabríamos lo que es de verdad “cargarse” alimentos de la máxima calidad. Porque esa es otra, yo sólo mezclo con gaseosa el vino bueno, según la definición que señala que hay dos clases de vino: el bueno y el cojonudo. Al segundo, no se me ocurre echarle nada. Pero no porque me lo vaya a cargar, sino porque considero que no le hace ninguna falta. Como creo que no le hace falta Coca-Cola al buen whisky ni tónica a la buena ginebra. Sin embargo, entiendo que haya a quien le gusten esas mezclas, tan anti natura como el tinto con gaseosa, por otra parte. Más aún, creo que ahora están de moda los bares con carta de gintonics. Lo que no puedo imaginarme son las aberraciones que saldrán en semejantes cartas: como un muestrario de camas diseñado por el Marqués de Sade. Menos mal que me jubilé a tiempo.
Por último, ya que me he quitado de encima la losa que durante años me ha impedido hablar con franqueza de mis debilidades, quiero recomendar el tinto de verano que prepara Javi en El Tiro. Aunque es verdad que a veces hay que “forzarle la mano” con el vino, especialmente si Ana está acechando. Pero también es cierto que nunca ofrece una resistencia encarnizada…
El próximo, va por ustedes.
Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro


Monárquico soy

 

Podía empezar este artículo haciendo jeribeques sintácticos para relacionar el tema con La Granja: que si Real Sitio, que si “nuestra historia”, que si “tradicionalmente en La Granja”… Pero la verdad es que no me apetece nada. Quien haya seguido Tiroleses desde el principio sabe que, en su presentación, dije que aquí era prioritario hablar de La Granja o del Tiro. Prioritario, pero no exclusivo ni excluyente. Así que, vaya por delante, quien no esté dispuesto a leer sobre el “tema de actualidad”, dejando de lado por un día nuestros bosques y nuestras montañas, ahórrese leer este artículo y espere pacientemente al siguiente. Dicho queda.
Y una vez dicho aclarar, en primer lugar, que esto de ser monárquico es como ser del Atlético de Madrid, buena gana de llevarse disgustos. Que todo el mundo te mire con cierta comprensión y que admire tu capacidad de sufrimiento. Aparte de esto, no creo que ninguno de los dos sistemas -república o monarquía- sean en sí mismos buenos ni malos. Hay repúblicas que han sido prósperas y buenas para sus ciudadanos y monarquías que no lo han sido menos para los suyos. De las primeras, podemos nombrar desde Atenas, pasando por Roma, y La Sereníssima (Venecia, para los de la LOGSE) hasta la Francia actual; de las segundas, desde todas las monarquías nacionales que a partir del siglo XVI unificaron los diferentes países europeos, hasta el actual Reino Unido de la Gran Bretaña. Nada que envidiar, por tanto, unas a otras. Por eso me subleva ver cómo gente aparentemente culta y con estudios da por buena la dicotomía monarquía-antigüedad-atraso / república-democracia-modernidad. Personalmente, hubiera preferido vivir en la Inglaterra del siglo XVIII que en la URSS. O en la Holanda de la segunda mitad del siglo XX, que en la España del 31 al 39.
Por eso, y partiendo de la frase de Azaña, quien dijo que lo importante no es la Monarquía o la República sino la Nación y teniendo en cuenta que para mí es más estable el primero que el segundo, creo que cualquiera de los dos sistemas bien gestionado puede ser bueno para España. En todo caso, no creo que ninguno de los dos merezca ni una sola gota más de sangre de los españoles. En concreto aceptaría una reforma constitucional legal -nada de golpes o hechos consumados- que supusiera el cambio de régimen, como de hecho está previsto en la propia Constitución: disolución de las Cortes, convocatoria de unas nuevas que a su vez convocasen un referéndum, etc. Lo que de ninguna manera aceptaría sería la bandera de la II República por su significado: un régimen sangriento y revolucionario, que eso y no otra cosa son gloriosas hazañas como la eliminación física del jefe de la Oposición; o la exclusión de “las derechas” de todo derecho a formar Gobierno aunque hubiesen ganado las elecciones; o dar un golpe de estado cuando éstas gobernaban… Si queremos república, república, qué le vamos a hacer. Pero con la bandera nacional, que ante todo somos españoles.
Que Su Majestad y su augusta Familia no se encuentran en sus mejores momentos, es más que obvio e innecesario decirlo; que a ello han contribuido los republicanos, injusto. Aunque se alegren bastante, faltaría más. Pero al Rey no se le dirige su vida privada desde ninguna redacción. Se le puede cortar el cuello o desollarlo en la plaza pública, pero organizarle su ocio, sus amistades o pedirle que sea un Rey de reality show, de papel cuché y de veraneo en un resort de la República Dominicana, es peor que matarlo. Un rey hortera, en un país hortera y con “princesas del pueblo” es infinitamente peor que la peor de las repúblicas. Aunque haya quien se crea que puede cambiar la corte por los cortesanos, la majestad por majeza y la realeza por relatividad.
No, definitivamente no me gusta ver a mi Rey pidiendo perdón. Cuando era niño, me indignaba oír en el colegio bromas a cerca del Bobón o del Bombón, entonces Príncipe de España; más tarde, de joven fui carlista y después, con la madurez y hasta ahora, liberal. Pero siempre monárquico y siempre llevándome bofetadas -hasta físicas- por nadar contra corriente. Por eso no tengo ningún reparo en escribir esto aquí y ahora.
Ni en discutir civilizadamente con quien sea, cómo no.
Gonzalo rodríguez-Jurado Saro


Nadie dijo nada

 

Pertenezco a ese grupo de edad que ya no tiene niños pequeños, pero todavía no tiene hijos mayores ni, en consecuencia, nietos; a ese grupo de edad donde ya sabes que a lo largo de tu vida profesional vas a ver pocos cambios más, tanto de actividad como de sueldo; donde los que se tenían que separar ya se han separado y los que no lo han hecho empiezan a recoger lo sembrado; que en El Tiro ya no pertenecemos a un grupo cerrado de amistades. A ese grupo, en definitiva, que ya no tiene -o no debería tener- limitaciones económicas ni pesadas cargas familiares. Sin embargo, cuando digo que no bebería tener esas limitaciones, me refiero a lo que en teoría debería estar pasando pero no pasa. Dicho de modo inverso, nada de lo que está ocurriendo debería estar ocurriendo. Como por ejemplo, que un padre de familia rondando los cincuenta, se quede en paro y sin ninguna perspectiva. O que cierre un negocio después de veinte o treinta años de sacrificios. O que un banco no acepte que se le pague con un piso cuyo valor él mismo ha tasado y ahora no reconoce. Y tantas y tantas cosas que nos han hecho caminar por la vía de la desconfianza, después del miedo y ahora nos llevan camino del pánico.
El Jueves Santo asistí a una escena que, de haber tenido lugar hace no más de un año, nadie la hubiese creído. Imagine, el que no estuviera, un lluvioso primer día de vacaciones para muchos en El Tiro. Reencuentros, chimenea, preguntar por el trabajo y la familia; “mañana, mus”; “Javi, otro whisky”, “¿qué tal todo?”... y nada más. Nada más porque lo que hubiera venido a continuación, en situación normal, hubiera sido tener que elegir entre las tres o cuatro cenas que, de manera espontánea se habrían organizado: los más mayores en Martinho o en el Roma, los más numerosos en El Hábito, en Valsaín o en el Rhintin y los que tuvieran niños en Tres Casas o en La Alameda… pues ninguno. Y cuando digo ninguno, es ninguno. Al menos que yo viese u oyese. Y es que, a propósito, me propuse saber si se iba a organizar alguna cena. Eso sí, sin preguntar a nadie porque sabía que casi nadie venía dispuesto a “tirar la casa por la ventana”. Y efectivamente nadie preguntó, ni mucho menos aceptó salir a cenar ese día. Al menos que yo sepa, insisto, que no quiere decir que no los hubiera. Lo que trato de hacer notar es que ya no es “lo normal”, que unos y otros andamos tentándonos la cartera y que no nos faltan motivos. O, sencillamente, que ya no nos parece una carga insoportable decir que no. Entre otras cosas, porque tenemos cargas aún más insoportables.
¿Hemos cambiado y nos hemos hecho viejos? Yo creo que no, que más bien nos hemos chocado de frente con la realidad. Y con una realidad nada agradable, por cierto. Una realidad que pasa no solamente por una crisis económica que ya nos afecta a todos, o a casi todos, sino además -como ya dije en un artículo anterior- por una crisis moral, política, ética… y hasta estética. Un ejemplo: ¿alguien sabe cuántos catedráticos tenemos como socios del Tiro? Pues hay más de uno y muy buenos, cada uno en lo suyo ¿Ignoraría, en cambio, alguien la existencia de un socio del Tiro que hubiese participado en Gran Hermano? ¿O que hubiera un futbolista de segunda división entre nosotros? Pues ahora pensemos lo que han aportado el fútbol o ese infecto programa de televisión o a nuestras vidas y lo que nos han aportado las Letras o la Ciencia… Otro ejemplo ¿miraríamos indiferentes como un mocoso de ocho o nueve años insulta a su abuela, jaleado con gran regocijo por su padre? Pues yo lo he visto en El Tiro y nadie dijo nada, incluido yo.
Habría muchos más ejemplos de cómo no se debe ser o estar y que, aunque no denoten una forma de actuar propia y exclusiva del Tiro, si han tenido lugar en El Tiro y eso es lo que nos debería preocupar a nosotros. Si es que todavía nos preocupa algo más que nuestro propio ombligo, claro…
Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro


¡Churro va!

 


Ese era el aterrador grito que oías segundos antes de que el mundo se desplomara sobre tu espalda. El mundo o un compañero de cincuenta kilos, que algunos ya saben de lo que estoy hablando. Se trataba, para quien no haya tenido la fortuna de conocerlo, de un juego. Sí, pero un juego de los de verdad, de los que se juega con otros y contra otros, no contra una pantalla; un juego en el que intervenían la agilidad, la flexibilidad, la fuerza, el compañerismo… y hasta la astucia. Pero sobre todo intervenían tus amigos, que era lo más importante.
La forma de jugar, relativamente sencilla: un supuesto -aunque no siempre lo fuera- neutral, llamado “madre”, con la espalda apoyada contra la pared. Se echaba a pies (“oro”, “plata”, “oro”…. “monta y cabe”) para elegir dos equipos de no menos de cuatro personas cada uno y no más de mil. Si un equipo elegía primero, el otro “pringaba”; o sea, le tocaba ponerse. Y ponerse nada menos que cada uno con la cabeza metida, desde atrás, entre las piernas del compañero que, a su vez hacía lo propio con el anterior. Y así, hasta el primero, que apoyaba su cabeza contra la tripa de “la madre”. Una vez puestos en esa posición y tras lanzar el fatídico grito, los del otro equipo tomaban carrerilla y, de uno en uno, iban saltando para caer sentados a plomo sobre la fila que los pobres sufridores formaban con sus espaldas. Si la fila se rompía o se caían, volvían a ponerse. Si aguantaban a todo el equipo contrario sobre sus espaldas, el primero que había saltado ponía alternativamente la mano sobre su muñeca, su codo o su hombro y preguntaba: “¿Churro, media manga o manga entera?” si los que estaban aguantando adivinaban donde había puesto la mano, les tocaba saltar y a los que estaban arriba, ponerse. La “madre” era quien debía confirmarlo. También había quien decía, en lugar de “manga entera”, “mangotera” o “mangotero”. Incluso una vez vi jugar a unos de La Granja que decían “melón, sandía y oqué”, pero eso ya era sofisticar mucho el juego, en mi opinión…
Nunca nadie resultó herido. Ni siquiera traumatizado, que entonces los obesos se llamaban simplemente gordos, y para este juego eran los más cotizados. Como todo, ser gordo tenía sus ventajas y sus desventajas, no como ahora. Recuerdo que, durante varios años seguidos, en la zona de la plaza donde nos juntábamos “los marqueses” en el baile, que era la que hay entre la puerta del Ayuntamiento y La Fundición, se formaban “macro-churros” de hasta quince personas por equipo. Si te tocaba ponerte en uno de los primeros puestos, no había ningún problema. Lo malo era de la mitad para atrás. O que te tocara saltar de los primeros y tuvieras que volar hacia delante, para dejar sitio a los que venían detrás. Si caías sobre el churro y con las piernas no demasiado abiertas, no había excesivo problema. Lo malo era si volabas demasiado alto y caías “fuera de pista”… Otras veces nos daba por formar torres humanas, al estilo de los castellers catalanes, pero a la segoviana. Con las consecuencias previsibles, claro.
Había otros muchos juegos, más o menos “civilizados”, como Las Chapas, con sus inexorables reglas de “pica por fuera, es fuera” y “saltón, repitón”; o el “pasillo” que preceptivamente había que hacer al que saliera del cuarto de baño y no viniera de hacer solo pis; o las canicas, con instrucciones de juego como “fuerte pase bola” o “flojo pase bola”, a las que había que atenerse si el oponente las pronunciaba antes que tú. Si había que hacer equipos, el procedimiento reglamentario eran los mencionados pies. Pero si de lo que se trataba era que alguien tenía que “ligarla” o “pocharla”, el procedimiento indicado era “dar china”. Para eso, el primero que pronunciara la fórmula mágica de “china doy, salva estoy: perejil, perejil, que no me den a mí”, era el maestro de ceremonias: ponía una china en una de sus manos y le mostraba los dos puños cerrados boca abajo al primero de la fila. Si este adivinaba en qué mano estaba, se salvaba; si no, le tocaba. A no ser que detrás en la fila viniera otro que no acertase, en cuyo caso salvaba al anterior.
La pregunta es ¿qué pensaríamos hoy, si viésemos a uno de nuestros hijos tirarse por un terraplén con la bicicleta, soportar con la cabeza metida en el trasero de otro que le saltaran encima o que le diesen veinte collejas al salir del baño? ¿Llamaríamos por teléfono a los papás del niño que le hubiese ganado catorce canicas al guá, para que se las devolviera? ¿Nos iríamos tan tranquilos a jugar al mus en El Tiro, si nos dijeran que iban a hacer un fuego detrás del Chato para hacer una chocolatada o para asar chorizos? O, mucho mejor todavía ¿qué dirían nuestros hijos si le dijéramos que tenían que jugar a esas cosas? Pues no lo sé, pero podíamos proponérselo…
Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro


El carril bici

 

A todo alcalde que quiere enorgullecerse de las mejoras que ha conseguido para sus conciudadanos se le ocurren dos cosas “originales”, de las que luego presumirá todo el resto de su vida. Para su ejecución -eso sí- se suelen valer de los fondos que a tal efecto le sueltan los ministerios, las comunidades autónomas o las diputaciones provinciales. Cuatro administraciones que sostenemos los ciudadanos con nuestros impuestos, para que luego digan que no se puede recortar más…
Se les ocurre, digo, en primer lugar peatonalizar el centro de sus respectivos municipios, con el “nada” demagógico argumento de ganar espacio para el peatón en detrimento del automóvil ¿Y esto es malo? Pues depende. Si usted no tiene un local comercial al que tenga que llegar mercancía en camión todos los días; ni la entrada de su garaje se queda en mitad de una calle peatonal; ni tiene un taller de lavado y engrase en la calle Mayor; ni viene diariamente una camioneta del Centro de Tercera Edad a traer y a llevar a su abuela; y además el autobús que a diario recoge a sus hijos para ir al colegio no se ve afectado; no es malo. En todo caso, como toda obra o reforma que se haga para todos y con el dinero de todos, tendrá detractores y partidarios. Incluso apasionados, que parece que cada cosa que hace nuestro ayuntamiento nos afecta muchísimo más que cualquier decisión del Gobierno, de Bruselas o de la mismísima ONU. De momento en La Granja, aunque parece que a alguien le ha dado por jugar a “quetecambio-lasdirecciones”, estamos a salvo de semejante “mejora para todos y todas”. Ora pro nobis.
Otra de las mejoras sin la que, por lo visto, ningún municipio puede entrar en el siglo XXI es el carril bici. Y también afortunadamente, estamos a salvo de él en La Granja, donde he montado en bicicleta desde que he tenido uso de razón, hasta que he dejado de tener cobertura por imprudencias en mi seguro. Y nunca hemos necesitado un carril específico para ello. Lo más parecido que hemos tenido era el “terraplén” que había a la entrada del Tiro, donde nos hemos hecho brechas, chichones, rasponazos y todo tipo de mataduras propias de esta actividad que, aunque no lo sabíamos, era de alto riesgo. Y no solo no lo sabíamos, sino que si a alguno se le hubiera ocurrido aparecer por allí vestido de marciano con casco, coulotte, rodilleras y coderas, seguramente habría acabado en el pilón, en un charco o en lugar peor. Para nuestra desgracia, el terraplén se tapó y se cercó hace años, enterrando en él horas enteras de juegos, peleas, primeros amores y decepciones. Otros vendrán.
Del que no estamos a salvo es del carril bici que llega desde Segovia hasta la rotonda del embalse. Este tiene además la peculiaridad de que discurre en paralelo a un segundo carril, este para peatones, por el lado opuesto de la carretera. Pues bien, nunca he visto a los paseantes o corredores hacer uso de “su” carril. No se sabe por qué extraño sortilegio el carril exclusivo para ciclistas está completamente lleno de jubilados en chándal. O prejubilados o autónomos o fijos discontinuos, que tanto da. El caso es que se distingue perfectamente si los que de manera tan abusiva y peligrosa ocupan el carril que no les corresponde lo hacen con intención de dar un paseo, de hacer deporte o sencilla y llanamente de molestar lo más posible. Por su atuendo, dirá usted. Pues no, que éste es el chándal en los tres casos. Pues por la velocidad que lleven. Tampoco, que es siempre la misma ¿Cómo, pues? Por la postura de sus codos. Me explico: en la medida que el molesto paseante considere que está haciendo deporte, separará más los codos de su cuerpo. De esta manera, un ciudadano en chándal y con los codos pegados a su cuerpo, podrá ser identificado, sin miedo a equivocarnos, como un sencillo paseante. Si, por el contrario, sus antebrazos forman ángulo de cuarenta y cinco grados con su torso, estamos sin duda ante un poco concienciado deportista. Es decir, uno que sabe que el deporte es beneficioso para su salud, pero que preferiría estar jugando una partidita. Si, por último, sus antebrazos forman un perfecto ángulo de noventa grados con su cuerpo, y sus codos se abren como queriendo echar a volar o interpretar la final del mundo del baile de Los Pajaritos, y su mirada otea una cuarta por encima del horizonte, estaremos indefectiblemente ante el más peligroso de los tres ejemplares. Me refiero al deportista concienciado. El mismo al que le resulta absolutamente indiferente que hayan sembrado el carril bici de letreros indicando que es un carril exclusivo para bicis; y que los paseantes deben ir por el otro carril; y de señales que indican el peligro de andar paseando por allí… es igual: lo que está haciendo es lo que HAY que hacer y nada ni nadie va a impedírselo. Y no seré yo, desde luego, quien lo intente; haga cada quién lo que tenga que hacer, pero es que hay veces que, de verdad, le dan a uno ganas de bajarse del coche.
Como dice mi prima la Paqui de Kentucky, allá ande cada cuál por sus propios derroteros. No confundirla con mi otra prima Paqui, la de Milwaukee, que tenía un marido carnicero pero no sé que fue de él.
Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro


Los comodines del Bienhablao

Concluimos diciendo hace semanas, cuando hablábamos de ese peligrosísimo espécimen al que denominamos el Bienhablao, que si damos más importancia a cómo decimos las cosas que a las cosas que decimos, normalmente acabaremos no diciendo nada. “Complicadísimo” juego de palabras -solo apto para avezados lectores como usted- con el que quiero introducir tres de los múltiples comodines que, de manera explícita y machacona, nos sacuden los bienhablaos cada vez que nos despistamos. Y con despistarnos me refiero a bajar la guardia en cuanto a lo que leemos, escuchamos y/o, en el peor de los casos, nos insuflan por cualquier vía poco deseable desde la televisión.
Por lo que se refiere a los bienhablaos de la política hay una frase fantástica que, uno tras otro, he ido oyendo decir de los cuatro últimos presidentes del gobierno. Y no sólo eso. Además me consta que alguno de ellos se la ha tomado en serio y hasta se la ha creído. La frasecita en cuestión, carente de todo significado lógico, cómo no, suele partir del entorno del homenajeado y a continuación va cayendo en cascada entre ministros, subsecretarios, directores generales, periodistas, afiliados, simpatizantes… y así hasta convertirse en dogma. Me refiero, como sin duda ya habrá intuido alguien, al “manejo magistral de los tiempos” que se suele atribuir al Líder Máximo ¿Y qué quiere decir eso? Se preguntará usted. Pues usted lo que es, es un provocador, un desestabilizador y un ser digno de toda sospecha y desconfianza. Por supuesto, el “manejo magistral de los tiempos” es la capacidad que tiene el Presidente para administrar sus silencios ¿o es que usted tampoco se ha dado cuenta? Bueno, para ser sinceros, se trata de un juego muy sutil, del que solamente nos percatamos los que formamos parte de su entorno… y algunos allegados un poco más avezados, claro. Pero no le quepa a usted duda de que como vaya por ahí haciendo estas preguntas, jamás llegará a nada en este negocio.
El segundo concepto-comodín de los bienhablaos para deshacerse en loas sobre algo o sobre alguien, sin haber dicho absolutamente nada, es uno que a mí me tiene absolutamente fascinado. Me refiero al adjetivo Mágico. ¿Qué te quieren sacudir un plomazo de película infantil de inminente estreno? Es mágica. ¿Qué te quieren vender un viaje a Disneyland París en el que te van a cobrar hasta el agua que bebas? No importa, porque es mágico. ¿Qué quieren quitar a las navidades todo su contenido religioso o familiar y presentarlas como la gran fiesta del consumo desbocado? Eso está hecho, son mágicas… Pero lo mejor de todo, lo que en mi opinión merece una ovación en pie, es la gran tomadura de pelo de la “Noche Mágica de los Oscar”. O de los Goya o de quien los trujo. ¿Y por qué una tomadura de pelo, si es un derroche de glamour? Pues por eso, precisamente. Primero porque ese malhadado concepto de glamour no es otra cosa que lo que toda la vida se ha llamado sofisticación en castellano. Y desde luego, a pisar una alfombra roja, con barba de tres días, en camiseta o vaqueros, o con minifalda y tacones de whiskera de la N-IV, se le puede llamar de todo menos sofisticación. Más aún: no me parece mal que se reúna la gente del cine para darse premios a sí mismos. Lo que me parece una tomadura de pelo es que encima se emocionen ¿o solo hacen “como que” se emocionan…? No lo sé, pero no me imagino al Colegio de Abogados reuniéndose para dar el premio a la mejor toga del año; ni al de Arquitectos premiando la mejor mezcla de cemento; o a la Asociación Nacional de Pediatría dando el premio “a toda una carrera”. Ni a los imaginarios premiados haciendo un discurso para nombrar a todos sus conocidos, desde el colegio hasta ese momento. Ni mirando al cielo para recordar a la pobre Tía Eduvigis “allá donde esté”, que nos dejó ahora hace un año… ¿Dónde crees tú que va a estar, Aristóteles?
En fin, a por el tercero, que nos estamos desviando. Y es que el tercer comodín de los bienhablaos, también se utiliza frecuentemente en el ámbito del cine. Se trata de otro adjetivo también polivalente, aunque solo lo sea para los que no saben muy bien cuál es su significado. Y este adjetivo no es otro que Definitivo. Para la RAE, “que decide, resuelve o concluye”; para los bienhablaos, lo último, lo mejor, el no va más… Así, podemos ver unas catorce o quince películas “definitivas” sobre el desembarco de Normandía; treinta sobre el bombardeo de Pearl Harbor; cuatrocientas ocho sobre la guerra de Vietnam; setenta y cinco sobre la II República y la Guerra Civil; treinta sobre milicianas-madres-amantes-poetisas amigas de García Lorca; y cuarenta y siete sobre sádicos señoritos terratenientes explotadores. Eso por no hablar de las trescientas versiones definitivas de la Casa de Bernarda Alba en cine, teatro, danza y música. O de la fusión definitiva del arte de la danza y del caballo, consistente en una señorita bailando flamenco mientras un caballo hace cabriolas alrededor.
Definitivamente, nada que añadir.
Gonzalo Rodríguez-Jurado


Lo de Virginia y Millán

 

Lo de Virginia y Millán no tiene nombre. Por mucho que intentes escribir lo que sientes, lo que les dirías a Luis y a Tere, a sus hermanos o a sus hijos, sobre todo a sus hijos… ¿Qué les vas a decir, que confíen en Dios? ¿Qué no están solos? Pues yo lo siento mucho, pero no sirvo para esto. Sé y entiendo cuáles son mis creencias, aquello en lo que yo creo y lo que siento, pero de ningún modo puedo imaginar lo que hubiera pensado, lo que hubiera creído, ni mucho menos en lo que creería si a su edad me hubiera tocado bailar esa música. No, definitivamente no soy quién para consolarles. Solo puedo decirles que sus padres y yo hemos llevado vidas paralelas hasta ayer mismo y que yo tampoco entiendo nada.
Ayer tarde estuve en la misa corpore insepulto de Millán, en Valsaín. Cientos de personas, luz de atardecer invernal y frío, mucho frío. No solo en el termómetro…
Gonzalo Rodríguez-Jurado


Mi opinión

 

Va para un año que, a propósito de las tensiones previas a la Junta General Ordinaria que se iba a celebrar en El Tiro, escribí mi primer artículo en Tiroleses. Entonces generé más debate y más participación que en todo el resto del blog, por cierto. Aquello me hizo pensar que asistíamos al despertar de un estado de opinión latente, que había sangre en nuestras venas y que, dentro de un debate ordenado y racional, podíamos contrastar nuestras opiniones sin pasar del debate al combate. Sin embargo, gracias a la civilizadísima -por todas las partes- resolución de aquél conflicto, las aguas se remansaron de nuevo y volvimos a la siesta… los que volvieron, que yo me quedé desde entonces “tocando las narices” y aquí sigo.
Parece ser que ahora, en la fase previa a la siguiente Junta General Ordinaria, volvemos a tener polémica o, cuando menos, división de opiniones. Bienvenida sea. Me refiero, como casi todo el mundo intuye, a la decisión que la Junta ha de tomar -si no la toma el Presidente de oficio, que es su prerrogativa- respecto a la sanción aplicable a los autores confesos de la salvajada sin paliativos que, al parecer, llevaron a cabo hace poco unos socios menores de edad en los vestuarios y en la piscina. Desgraciadamente para mí, tuve la oportunidad de contemplar la “obra de arte”, no sin congoja, rabia o no sé exactamente el qué. Pero puedo jurar que sólo verlo producía malestar para todo el resto del día. Y como consecuencia de ese malestar, unas ganas irrefrenables de coger a alguien por el cuello y preguntarle por qué. Estoy hablando de todos los cristales rotos, de todas las cortinas arrancadas, de las puertas de los baños literalmente atravesadas a patadas y puñetazos, los espejos hechos añicos, los urinarios arrancados de cuajo y reventados contra el suelo, las duchas de la piscina tumbadas…
Sin embargo, tengo asumido que entre personas civilizadas no cabe la venganza sino la Justicia. Y que la Justicia pasa, en primer lugar, por la reparación del daño causado si fuera posible y, en segundo, por la sanción ejemplar para disuadir a posibles imitadores. Lo primero, al parecer, no reviste problema alguno pues parece ser que los padres de las criaturitas -también víctimas, no lo olvidemos- han asumido la reparación del desastre, como por otra parte cabía esperar. Lo más complicado es lo de la ejemplaridad. ¿Quién y cómo ha de asumir la labor de castigar a los culpables? Si la Justicia delega en los padres esa responsabilidad ¿debemos nosotros como club además castigar a los padres? A mí, sinceramente, no me parecería justo. Si esta barbaridad hubiera sido cometida por mayores de edad, imputables y penalmente responsables, sería el primero en pedir su expulsión fulminante del club sin derecho a volver en los siguientes quinientos años. Pero no es ese el caso. Imaginemos que tomamos esa medida. Estaríamos, en mi opinión condenando a los padres a venir a La Granja con una enorme limitación, como sería la de tener un hijo adolescente al que debes dejar suelto por el pueblo -con los antecedentes del angelito- mientras tú estás tranquilamente en El Tiro jugando a las cartas o haciendo deporte. Por muy mayor que sea ¿alguien cree de verdad que podría venir a La Granja en esas condiciones? Pues si usted es así, allá usted. Yo no podría y, en ese caso extremo, me plantearía si compensaba seguir viniendo a La Granja.
Para decirlo llanamente y sin rodeos: mi opinión, si es que a alguien le interesa, es que El Tiro debe cobrar -un euro encima del otro, eso sí- los destrozos a los padres, y tras una sanción testimonial, que no exceda de los tres o seis meses de expulsión, dejar que sean los propios padres los que despachen con sus hijos. Nadie mejor que ellos puede, ni sabe cómo hacerlo.
Por lo demás, que Dios nos pille confesados al resto de los padres, que no seré yo quien tire la primera piedra.
Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro


Culpabilidad y responsabilidad

Tenía yo unos doce o catorce años más o menos cuando, los que viajaban a Inglaterra o a Irlanda en verano, trajeron la moda de juntar o amontonar (no diré coleccionar) las chapas metálicas que indicaban marca, modelo o motor de cada coche. Así, mediante el sencillísimo procedimiento de meter una moneda o un destornillador entre la chapa del coche y la pieza deseada y hacer palanca, se conseguían los trofeos que luego podían decorar el dormitorio del adolescente rebelde, amontonarse en un cajón o servir de moneda de cambio. Sobra especular sobre lo que opinaría el propietario de cada vehículo cuando viese la chapa de su coche con dos o tres agujeros y sin marca.
Fue un domingo de verano de los que los coches se amontonaban en las cunetas de La Granja cuando, ante tal cúmulo de tesoros esperando cambiar de dueño, Jaime Castillo y yo decidimos bajar de El Chato andando por la carretera e ir recolectando la preciada cosecha. Y en verdad que no fue mal, pues ya llevábamos seis o siete trofeos envueltos en la toalla cuando fuimos a dar con el Renault 7 de un ciudadano que disfrutaba en familia del domingo. Solo que en este caso él estaba pendiente de su coche. Y en mala hora fuera, que el tipo no tuvo empacho alguno en renunciar a su día de asueto y perder la tarde llevándonos a rastras hasta el cuartel de la Guardia Civil. En su favor diré que tuvo el detalle de no llevarnos a collejas y pescozones. Y en favor del Comandante del Puesto que no detuvo al individuo por mal trato a menores, abusos deshonestos ni acoso, como le hubiera ocurrido hoy día. Todo lo contrario. Se hizo cargo de nosotros y garantizó al ciudadano que aquello no iba a volver a ocurrir, por lo que podía ir tranquilo. Dicho y hecho. Nos señaló el teléfono y nos explicó que no saldríamos de allí hasta que fueran nuestros padres a buscarnos, lo cual ocurriría al poco rato. Aunque a nosotros se nos hizo bastante largo. Finalmente, aparecieron nuestras madres, pidieron las oportunas disculpas en lugar de denunciar a la Guardia Civil por detención ilegal de menores, y nos llevaron al Tiro. Hasta ahí, todo bien.
Lo malo vino cuando por la noche, al llegar a casa, tuve que explicárselo a mi padre. Si en otro artículo anterior dije que a nuestra generación nos habían educado “con cachetes, azotes y capones” me refería exactamente a eso, a que era más la amenaza del palo que el propio palo lo que te mantenía alerta, pero al final nunca pasaba de ahí la cosa. Sin embargo, en este caso mi padre hizo una excepción. Por primera y última vez en su vida, me pegó un guantazo que me mandó rodando un par de metros por el suelo. Tal era la rabia, la vergüenza y la humillación que sentía de saber que mi madre había tenido que ir a sacarme del cuartelillo. Después me mandó sentarme, tomar papel y bolígrafo y copiar la siguiente frase que todavía no se me ha olvidado: El que roba las placas de las marcas de los automóviles es un ladrón vulgar que no merece más que el desprecio de todo el mundo. Mil veces, como para olvidarla.
De todo lo ocurrido saqué bastantes conclusiones y alguna lección. Lo primero, a respetar la propiedad ajena. Pero además aprendí algo bastante importante, como lo era que mi padre podía ser responsable penal de mis actos por ser menor, pero que en ningún caso era culpable de los mismos, aunque él sintiera lo contrario. Mi comportamiento de entonces fue el de un perfecto gilipollas, aunque afortunadamente después el diagnóstico no fuera definitivo. Al menos eso espero, que estas cosas son muy subjetivas. Pero no cabía culpar a nadie más que a mí. Y desde luego, el peor castigo no fueron ni la bofetada ni las decenas de páginas copiadas, sino la decepción de mis padres. Tanto que, como puede verse, todavía recuerdo todos los detalles después de treinta y cinco años.
A eso deben referirse cuando dicen que es complicado ser padre.
          Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro

Del Honor y sus derivados


“¡Soldados! ¿Juráis por Dios o prometéis por vuestro honor…?” así comenzaba la jura de bandera que un lluvioso día de noviembre hicimos en el campamento de Santa Ana, en Cáceres. Y yo, que soy un romántico militante, juré, prometí y me creí todo lo que allí se dijo. Y es que como dijo Pedro Crespo, Alcalde de Zalamea, en la inmortal obra de Calderón de la Barca: “Al rey la hacienda y la vida se ha de dar, pero el honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios.”

“Pobrecillo”, estará usted pensando, creerse esas cosas del honor a estas alturas del siglo. Es tanto como creer en los Reyes Magos. Y puede que tenga usted razón ¿pero dónde está escrito que es mejor no tener principios que tenerlos? Puede que sea verdad, que ya la palabra no obliga a casi nadie. Incluso que lo que no está escrito y firmado, no tiene valor alguno ¿pero no es más cierto que hay mucha gente que incumple, desprecia e ignora incluso lo que ha firmado? Pues eso y no otra cosa es, en mi opinión, el honor: estar obligado por lo que se dice, se firma o incluso por lo que se piensa o se cree. No por lo que a uno le apetece. “Honor”, “palabra”, “pensar”, “creer” ¿le dura a usted la borrachera de Fin de Año? Pues no. Entre otras cosas porque, como ya dije en su día, no celebro semejante cosa. Al menos con borracheras, que uno ya tiene edad de cuidarse.

Todo lo anterior viene a que estoy entretenidísimo descifrando un concepto que, de forma machacona, se repite últimamente en todos los medios. Me refiero a la “honorabilidad”. Como ya dije en un artículo anterior, es propio de bienhablaos alargar las palabras para parecer más cultos. Como objetivizarlas, esquematizarlas o publicitarlas. Pero es que la “honorabilidad”, a base de repetirla, se ha convertido en un concepto propio, distinto e incluso opuesto al honor. Es, digamos, el honor de los que no tienen honor: aparece una individua asegurando que sabe dónde tiene cierto futbolista un lunar, porque lo ha visto por debajo de la mesa; y dice que atentan contra su “honorabilidad” porque alguien dice que ha cobrado por contarlo. Niegan a un concejal la comisión que había acordado con una constructora; y atentan contra su “honorabilidad” cuando alguien dice que ha hablado por despecho. Pillan a otro llevándose los dineros de una fundación para niños con cáncer; y lo primero que exige es respeto para su “honorabilidad”…

Al final, al contrario que en la época de Calderón de la Barca, en la que el honor formaba parte de los principios que informaban la sociedad y los pícaros eran una excrecencia de esta misma sociedad; ahora los pícaros imponen su “honorabilidad” y el honor es un concepto rancio, marginal y pasado de moda.

Tendrá que ser así…

 
Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro

  

Escrito por tiroleses el 05/01/2012 12:39

Ahora, todos a una

Por mucho que nos empeñemos en auto flagelarnos, en hacer público examen de conciencia y dolor de los pecados y en presentar El Tiro como el último reducto de la España tradicional, carca e intransigente, creo que esto tiene más de leyenda que de realidad. Y es que, reconozcámoslo, es más fácil hacerse el liberal y el dialogante acusando a los que te rodean de intransigentes que escuchándoles. En primer lugar, es obvio que en El Tiro hay socios de todas las ideologías posibles, incluso algunos de ideologías imposibles, desde demócratas de toda la vida, democristianos, cristianos sin “demo”, nacionalistas, socialistas e incluso algún nacionalsocialista… Sin embargo es curioso, quitando algún que otro episodio suelto en momentos muy puntuales de épocas pasadas, nunca ha habido en El Tiro refriegas, piques ni verdaderas broncas por motivos políticos. Es verdad que en su día, hace ya más de treinta años, hubo un retrato de Franco que generó polémica cuando se retiró de la cafetería, pero al final se hizo sin mayores problemas, como no podía ser de otro modo. También es verdad que la lápida que recuerda a los socios muertos en un bando de la Guerra Civil se apartó a petición de algunos discretamente, sin ofender a los otros. Pero al final, lo que queda es un ejemplo bastante digno de convivencia y respeto mutuo. Faltaría más, dirá usted. Sí, faltaría más pero desgraciadamente no todos pueden decir lo mismo, que hay lugares donde la ideología dominante tiene más de dominante que de ideología.
Oiga, que yo no vengo aquí a hablar de política, que para eso ya están las tertulias de radio y los periódicos. Ni yo, pero es que hemos llegado a un punto donde se mezclan política, economía, convivencia, ideologías, educación y el Rosario de La Aurora, para ponernos en una situación límite de la cual, en mi opinión, solamente podremos salir todos juntos y remando en una sola dirección. Me refiero, como es obvio, a la famosa Crisis. Crisis con mayúscula porque es la crisis total, no solo económica sino además política, social, de valores, moral, etc.
En los últimos meses he recibido -como todo el mundo, supongo- decenas de correos con concienzudos y “objetivos” análisis, cada uno de los cuáles hacía responsable absoluto e indiscutible de la crisis a muy distintas personas, sectores, grupos o ideologías. Así, ha quedado “demostrado” sin lugar a dudas que los responsables de la crisis han sido: el Presidente Rodríguez Zapatero y su Gobierno, los sindicatos, la patronal, los políticos, sus asesores -raza maldita a la que pertenezco, aunque no sabía que cobrábamos tanto y hacíamos tan poco-, los pequeños comerciantes, el Vaticano, los funcionarios, los profesionales, los bancos, las comunidades autónomas, los ayuntamientos, los diputados nacionales, los autonómicos, los grandes centros comerciales, José María Aznar, los especuladores, la burbuja inmobiliaria, los alcaldes y concejales, los autónomos, los judíos, las diputaciones provinciales, los economistas, los inmigrantes, los americanos, los senadores, la Familia Real y Pep Guardiola. Curiosamente, nadie en esos correos -o conversaciones de taberna- acusa de la crisis a su propio sector, grupo o manada. Siempre la culpa la tiene otro, claro. Lo que quiero decir es que, si todos nos dedicamos a buscar culpables en lugar de buscar soluciones, es como si estuviéramos en mitad del océano y buceásemos buscando el fondo para salir. Lo importante no es cómo hemos llegado hasta aquí, sino cómo salir de aquí. Y esa fórmula tiene poco de secreta: trabajar mucho, gastar poco y ahorrar. De lo otro hablaremos después.
Como le dije a un amigo del PSOE que me escribió para felicitarme por la victoria del PP, no es momento de celebrar victorias de unos sobre otros. En poquísimas ocasiones los españoles nos ponemos a hacer algo “todos a una”, pero cuando nos ponemos lo hacemos muy bien. Espero, por el bien de todos, que esta sea una de esas ocasiones.
Y en El Tiro, ya se sabe: pagar puntualmente las cuotas, sacarse abono para el golf, el pádel, el tenis y las cartas, y no dejar muchas cuentas en el bar…
Gonzalo Rodríguez-Jurado