lunes, 20 de abril de 2020

Deshablar


Todo aquél que se dedica a dilapidar su patrimonio, tarde o temprano acaba en la ruina. Esta afirmación tan obvia y que todo el mundo comprende, a todo el mundo le parece que está hecha para los demás, pero no para uno mismo. Nadie que esté tirando su fortuna por la ventana, es consciente de estar haciéndolo. Como el conductor temerario ve clarísimo que el problema de la seguridad vial no se debe a su inconsciencia, sino a que la carretera está llena de lentos, paletos y domingueros. Y esto viene a cuento de que todos o al menos la mayoría, como sociedad, estamos dilapidando uno de nuestros patrimonios más valiosos y que, una vez destrozado, ya no habrá quien lo recomponga. Me refiero a nuestro lenguaje, que, aunque para algunos no sea nada más que un instrumento para manipular conciencias y opiniones, que lo es y utilísimo, para la mayoría debería ser un patrimonio de un valor incalculable, formado durante miles de años basándose en la sabiduría popular, y entregado a nosotros por nuestros padres y abuelos. Aunque sólo fuera por eso, ya deberíamos tratarlo con el respeto debido. Pero es que además es una herramienta de gran ayuda para comprender y hacerse comprender, algo fundamental para crecer como individuos, como sociedad, en negocios, trabajos, relaciones sociales, etc. Es decir, en todo lo que nos hace humanos. En todo lo que nos diferencia de las bestias.

Pero parece ser que, por el contrario, no sé si por desidia, ineptitud, pereza o simple torpeza, hemos elevado a la categoría de referentes sociales a auténticos ignorantes, mendrugos y sacamantecas. No hablaré de la prensa en general ni de la prensa deportiva en particular que, con muy honrosas excepciones, someten diariamente a demolición controlada al Diccionario de la Real Academia. Es que todavía hay algo peor que profesionales que ignoran su profesión y en cambio la ejercen con gran éxito, como es el caso de la prensa. Se trata en concreto de los funestos gabinetes de imagen que tanto gustan a los políticos catetos, a esos que sin la más mínima formación se meten a mandar, que no a dirigir. Y como lo ignoran casi todo, pero son obedientes y disciplinados, se ponen en manos de quien les explica cómo tienen que decir las cosas o, para ser más exactos, cómo decir las cosas para que parezca que hablan, sin decir nada. Que tiene su ciencia, no crea usted.

El hecho es que, para esos paletos de diseño, hay una norma de oro que jamás se puede olvidar: nunca utilizar palabras “negativas” ¿Y qué son palabras “negativas”? se preguntará usted. Pues, aunque en la definición no se debe usar la palabra definida, son verbos que indican una acción negativa. Por ejemplo: caer, torcer, doler, castigar, bajar, volver, arruinar, someter… y decenas de verbos que usted puede deducir fácilmente. El problema viene cuando estos verbos, que también forman parte de nuestro lenguaje y existen precisamente para expresar un concepto concreto, se prohíben de forma taxativa. Pero entonces vienen los avezados asesores y retuercen el Diccionario a su gusto, ante la mirada necia y ovejuna del gran público. Así, un político nunca cae, deja de ascender; nada se tuerce, simplemente corrige su rumbo; lo que duele, en realidad no es más que una ralentización de la mejoría; lo que baja en realidad interrumpe su ascenso; lo que vuelve no está haciendo sino replantear su avance; nadie se arruina, sino que desinvierte; y someter a alguien no es ni más ni menos que reinsertarle en la sociedad.

Bien, pues en ese ambiente “flower power”, es en el que estamos asistiendo a la mayor escalada de estupidez que la sociedad española haya atravesado, me atrevería a decir que en siglos. En mitad de una crisis sin precedentes, en la que nos han confinado en casa, en arresto domiciliario, nadie se atreve a decir que nos van a liberar, porque eso implicaría reconocer que estamos presos. Entonces, nos van a “desconfinar”. Tal cual. Después de la escalada de contagios de la pandemia, no podemos decir que nada va a descender, ni aunque se trate del número de contagios. Eso nunca. “No pasa nada, jefe. Tranqui, usted diga que vamos a “desescalar”, ya verá qué bien suena”. Y va el jumento en cuestión y lo suelta… Volver no es “desir”, llorar no es “desreir”, negar no es “desafirmar” y robar no es “desdar”. El antónimo de confinar es liberar, se pongan como se pongan los gabinetes de imagen. Así que cuando se decrete el fin del confinamiento, yo me consideraré liberado. Y usted se puede considerar como mejor le parezca, pero por favor, no diga estupideces. Igualmente, cuando comience a descender el número de contagios, utilizaré el verbo descender con todas sus letras y todo su significado, como me lo enseñaron desde niño. Sin darle más valor que el que tiene estrictamente y sin que ello suponga para mí nada negativo. Si a usted se lo parece, creo que debería leer más. Pero no sólo la prensa deportiva…

Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro

miércoles, 8 de abril de 2020

Este mundo chupi guay


En este mundo chupi guay en el que nos hemos metido nosotros solitos, porque es verdad que los que nos pastorean no hacen más que darnos gusto. En este mundo, digo no cabe la infelicidad. Hemos llegado a la monstruosidad de que una pandemia que nos arrasa, que nos causa centenares de bajas diarias, casi todos ellos muertos solos, metidos en un ataúd con una etiqueta y puestos en fila para ser enterrados o incinerados, hay que presentarla en los medios como “algo positivo”. Y no estoy diciendo ninguna barbaridad, que esa y no otra es la consigna de casi todos los medios de comunicación. Al menos, de todos los que dependen del maná gubernamental para su subsistencia. Y no digamos para la placentera existencia de sus consejeros, directivos y altos ejecutivos.

No digo yo que haya que regodearse en el sufrimiento de nadie, que arrollar la intimidad de nadie ni que faltar el respeto a ningún muerto, por supuesto. Cosa de la que por cierto, nos estamos librando no por la finísima delicadeza de ningún periodista ni director de programa televisivo alguno, sino simplemente porque el PP no está en el Gobierno. Si no, que a nadie le quepa duda de que se abrirían todos los telediarios con entierros, velatorios, gritos desgarradores de viudas y denuncias de abandono de padres en sus residencias. Pero, en fin, no es asunto mío defender al PP, al que un día pertenecí y del que me fui avergonzado. Avergonzado entre otras cosas, por tener que aguantar que me acusaran de meter al mundo en una guerra, de hundir un barco con petróleo para arruinar la costa gallega, de volar cuatro trenes repletos de pasajeros o del asesinato inmisericorde de un perro infectado con el virus del ébola. Ahí se quedaron. A mí no me pone nadie la cara colorada si tengo razón, y desde luego, no me callo para que no se enfade el que me está injuriando. Si a algún idiota le parece que esa es una buena estrategia, que la siga sin mí.

Pero no me he sentado a escribir para hablar de mí sino de nuestro maravilloso mundo, de una adorable Arcadia, de un Paraíso que en cuestión de días se nos está desgarrando por todas sus costuras. Y como la orquesta del Titanic, que no es una película sino un hecho real, seguimos celebrando nuestra fiesta. Seguimos saliendo todas las tardes a aplaudir al balcón, yo soy de los que lo hacen, aunque cada uno de nosotros aplaudamos por algo o por alguien que en muchas ocasiones no tiene nada que ver con el aplauso del vecino. Aunque recibamos en nuestros teléfonos vídeos indignados de presuntos, y en muchas ocasiones verdaderos, sanitarios que nos indican a quién podemos aplaudir y a quién no; quién es bueno y quién es malo. Aunque sepamos de muchos casos de personas que han sido varias veces devueltas a casa desde el hospital, y al final han muerto… Pero de todo esto no se puede hablar, estamos en el mundo chupi guay: la información sobre la crisis ha de construirse sobre sanitarios aplaudiendo al dar un alta, sobre filas de enfermeros con globos y cartelitos, y sobre aplausos desde los balcones. Ante todo, muchos aplausos, muchos balcones y muchos globos. La ética -o cierta “ética”- no deja mostrar la desgracia, la infelicidad no existe.

Dicen que el príncipe Siddharta vivía en su palacio de oro, rodeado de jardines y con instrucciones expresas de su padre de que jamás podría ser contrariado. Sólo cuando un día por accidente, traspasó el muro de su jardín y vio el mundo exterior, lo abandonó todo, se despojó de sus riquezas e inició un camino de introspección, de perfección, de sacrificio y de renuncia que le llevó a convertirse en el Buda. Por mi parte, creo que el Buda siempre fue mucho más feliz que el príncipe Siddharta, pero allá cada cual.

Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro