Desde que en el mundo, en
nuestro mundo al menos, se han perdido las referencias morales por considerase
algo anticuado, obsoleto o pura y simplemente una rémora, las cosas han ido mucho
peor. O por lo menos esa es mi opinión, aunque solo soy un espectador más. A
ver si pongo este toro en suerte. No es que yo vaya a decir aquí que hay que
volver a leer a los niños en los colegios las vidas de santos, vidas
ejemplares, etc. Lo que sí digo es que hay que educar enseñando que existe el
bien, el mal, lo correcto y lo reprobable. Y para eso, en lugar de
relativizarlo todo, hay que marcar referentes o ejemplos. Que los buenos no
tienen por qué ser los míos oiga, que puede haber muy distintos matices o
visiones. Pero, no obstante, tiene que haber unas normas básicas comunes de
comportamiento, orientadas primero a la convivencia y al respeto mutuo, pero
además al recto comportamiento individual. Y no hay que tener complejos, qué
demonios, que parece que si educas a un niño o exiges un comportamiento digno a
un adulto eres un retrógrado.
Pues ya está bien, hasta
aquí hemos llegado. Entre otras cosas, porque después de años y años con esa
mentalidad paleto-acomplejada-setentañera no se ha demostrado que los niños y
los jóvenes no necesiten asimilar su comportamiento al de alguien. Todo lo
contrario, han continuado imitando modelos, pero los que ellos han escogido a
falta de referencias. ¿Y cuáles son esos modelos? Pues mire usted, los peores
posibles: los actores, pero no en su faceta artística o profesional sino en su
particular vida desenfrenada y hedonista; los futbolistas, pero no en su faceta
deportiva sino en su faceta de estrellas del espectáculo; los músicos, pero no
por su creatividad sino por sus pataletas de niño mimado. Hay otros muchos
“modelos”, pero sería largo enumerarlos y clasificarlos aquí. En general, lo
que tienen todos ellos en común es el enriquecimiento súbito de un don nadie que, a la vista de lo que ha
tenido que pasar para llegar a donde ha llegado, exige sumisión al resto del
mundo y que le rían las gracias o aplaudan sus excentricidades. Estas
“excentricidades” se llaman desmanes o estupideces si las realiza cualquier
otro mortal. Y una segunda cosa que tienen en común es la necesidad del
aplauso, su única recompensa, la que mide el valor de su trabajo y la que, en
definitiva, pone precio a su imagen. Por eso lo valoran tanto. Y por eso están
todo el día aplaudiéndose unos a otros.
En estas circunstancias y
teniendo en cuenta que, como hemos visto, las normas de conducta y de educación
se han difuminado, el comportamiento en cualquier acto público se ha asimilado
al del espectáculo. Y hasta extremos insufribles, que hay pocos numeritos más
esperpénticos, ridículos y bochornosos que el paso de un féretro entre palmas,
gritos y ovaciones. Secuestran a una pobre niña, la violan, la matan y tiran su
cuerpo a un vertedero; y cuando la llevan a enterrar, la gente aplaude ¿es que
les ha parecido bien? ¿es que les gusta el espectáculo? ¿o es que esperan que
se levante la víctima y salude? Lo mismo podemos decir de un joyero asesinado;
de una mujer muerta a palos por su marido, su “pareja”, su rufián, su amante o su
querido; o de un bombero muerto en acto de servicio. Igual me da. Ante
cualquiera de esas circunstancias lo único que se puede hacer, lo que exigen la
educación, el buen gusto y la
convivencia, es un respetuoso silencio. Y descubrirse, por cierto. Que si ya da
vergüenza ver gente tocando las palmas al paso de un cortejo fúnebre, encima
hay que ver al idiota de la visera, que es incapaz de descubrirse ante una de
las pocas cosas ante las que todavía debe uno descubrirse.
¿Y quién me mandará a mí
andar tirando moneditas al aire, como esta de la educación de los hijos,
teniendo en casa dos adolescentes? Si es que no aprenderé nunca…
Gonzalo Rodríguez-Jurado
Saro
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