“…Gafas oscuras pa´ que no sepan qué está mirando…” decía la vieja canción
de Pedro Navaja, en la que se definía al personaje como un macarra, indeseable y chulo
barriobajero. Y no anduvo desacertado Rubén Blades en la definición, que si hay
una seña de identidad común a todos aquellos que tienen algo de qué esconderse
es ocultar la cara. Y en su defecto, la mirada. No sé exactamente si es la
lección uno o la lección dos de cualquier curso de comunicación o de imagen
pública, pero en todos ellos una de las primeras cosas que te dicen es que
nunca, nunca, nunca lleves gafas de sol en público ¿Y por qué? Pues sencilla y
llanamente porque el lenguaje de tu cuerpo en general y el de tu cara en
particular dice muchas más cosas de las que tú te crees que dice. Y alguien
que lleva gafas de sol es que se está escondiendo, que está poniendo una barrera
delante de su interlocutor o de su público. Más que probablemente porque tiene
algo que ocultar o porque tiene intenciones aviesas. En pocas palabras, porque no
es de fiar.
¿Y a qué viene ahora esta
diatriba contra las gafas de sol, se preguntará usted, si estamos en invierno?
Pues mire usted, llevaba tiempo queriendo escribir de esto, pero hoy ya no he
podido más y me he abalanzado sobre mi teclado después de ver la foto de la
hija de Hugo Chávez -que tanta paz lleve como la que deja a los venezolanos-
con gafas de sol ante el féretro de su padre. O la que aparentemente es su hija,
que no tengo el gusto. No sé si los venezolanos son, en general, proclives a
parecer personajes de telenovela; o los personajes de telenovela intentan
parecerse en la medida de lo posible a los venezolanos de la vida real, pero uno
ve estos días las noticias y no sabe si está viendo la realidad o “Amigo
Comandante”.
El caso es que no falla
oiga, es oír la palabra funeral, entierro, duelo o fallecimiento (porque los
horteras no se mueren, fallecen) y ya están los faranduleros, folclóricas y tertulianos
de medio pelo con las gafas de sol puestas. Aunque el duelo sea de noche y bajo
tierra. Mi teoría es que lo hacen para que no se note que no han llorado, pero debe
haber otra explicación, porque también recurren a las gafas de sol cuando quieren hacer como que no quieren que
nadie les reconozca. Por ejemplo, en un aeropuerto: te puedes encontrar a una madre
en pantalón corto con siete mochilas y tres niños llenos de mocos llorando; a
un hare-krishna en chanclas y con los
pies más negros que el carbón; o a una joven de gafas redondas con un violoncello más alto que ella colgado de
su espalda; y no repararás en ninguno de ellos. Sin embargo, como veas al fondo
del pasillo mecánico una melena rubia avanzando mientras da cabezazos para
ambos lados, escondida detrás de unas gafas de sol del tamaño del coso de Las
Ventas y haciendo como que mira al suelo, ya estás listo. En cuanto salgas a la
terminal va a aparecer un papanatas con el ramo de flores más grande que haya
encontrado y se lo va a plantar en los brazos a la susodicha. Esta, a su vez volverá
a hacer como que no quiere que nadie le reconozca y las marujas que haya susurrarán
entre ellas: “es la nosequién”. No sé por qué extraño motivo,
toda esta gente que sale en las revistas tiene nombres con artículo
determinado: La belenesteban, la titacervera o la aneigartiburu; a no ser que se llamen por el alias, en cuyo caso
también tienen derecho a artículo: el coto
o el kiko.
En todo caso, siempre con
gafas de sol que si no, no te reconoce nadie.
Gonzalo Rodríguez-Jurado
Saro
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