“Ego te absolvo a peccatis tuis
in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti”. Con
esta fórmula, pronunciada por un ministro de Dios, capacitado para perdonar los
pecados, los católicos recibimos el perdón divino. Y aunque uno anda
últimamente con bastantes dudas respecto a una religión que lo basa todo en la
culpa -y también en el perdón posterior, seamos justos-, pretendo no bajarme
del barco. Católico soy desde pocos días después de nacer, y católico me
gustaría morir. Aunque no siempre te lo ponen fácil, y lo digo con auténtica
pena. No con ningún sentimiento de superioridad intelectual ni de
autocomplacencia como hace la mayoría. No seré yo quien venga a dar catequesis
ni lecciones de Teología, que no es ese mi negociado.
El caso es que dentro de esa
permanente vigilancia de los propios actos y pensamientos que me enseñaron a
tener, cabe un proceso de redención. Este pasa por el examen de conciencia,
es decir revisión de los propios actos para adecuarlos a un comportamiento
predefinido como correcto; dolor de los pecados, tomar conciencia del
mal causado y asumir el sentimiento de culpa; decir los pecados al confesor
o lo que es lo mismo, exteriorizarlo para que no quede en tu esfera íntima; y cumplir
la penitencia como forma de dejar constancia del arrepentimiento.
Pues bien, después de tantos
años, después de tantos exámenes de conciencia y después de tanto dolor de los
pecados, resulta que todo eso no es en absoluto necesario para ser perdonado.
No sé si por Dios, pero sí al menos por sus obispos. Sin ánimo de ser exhaustivo
y mucho menos de generalizar, me resulta cuando menos chocante que a un cierto
número no menor de obispos, les parezca una idea brillante lo de absolver sin
arrepentimiento, sin dolor de los pecados, sin penitencia y aun sin confesión,
a quienes han intentado destruir el orden constitucional y a quien retuerce la
Ley sin miramientos, para volver a colocarlos en el punto desde el que emprendieron
la agresión. Y que el resto de ellos, por cierto, incluidos los cardenales y el
mismo Papa, no les desautoricen. Pero lo peor es que no estamos hablando de un
pecado cualquiera que afecte a la conciencia del pecador, sino de un delito que
afecta a toda la sociedad, a su seguridad, a su igualdad ante la Ley y a todas
sus garantías constitucionales. Es decir, un mal hecho de manera consciente con
el fin de perjudicar a muchos para beneficiar a unos pocos. Unos pocos entre
los que se encuentran, cómo no, los propios infractores. Que la sociedad esté
legitimada para defenderse de ellos, parece algo más que lógico. Que utilice
toda su capacidad para disuadirles de que vuelvan al ataque, también es
incuestionable. Y si además consigue hacerles asumir su culpa y que la
interioricen, mejor que mejor. Hasta aquí, si sus eminencias no me dicen otra
cosa, nada que no esté plenamente asumido por la doctrina social de la Iglesia.
Mucho menos por la interna, que son muchos miles de cristianos los que han sido
expulsados de la Iglesia a lo largo de la Historia, sólo por poner en cuestión
su unidad. Algunos incluso juzgados, condenados… y cosas peores.
¿A qué viene entonces, esa
piedad, ese amor y esa comprensión con los que atacan a los demás, a sus
bienes, a su seguridad y a su familia? Insisto en que no estoy nada versado en
las cosas de la Fe y de la doctrina, pero de lo que sí entiendo algo, porque
hice una carrera universitaria, es de Historia. Y la Historia dice que, en el
siglo XIX, junto a corrientes filosóficas como el liberalismo,
el utilitarismo, el empirismo, el positivismo,
el marxismo, o el existencialismo entre otras, surge el nacionalismo en la
política. Y el nacionalismo es la única corriente política que no se basa en ninguna
filosofía sino en un sentimiento. El sentimiento de pertenecer a un pueblo, un
grupo o una raza agraviados. Bien por una antigua invasión, por una escisión
territorial, por un lenguaje común o por todas esas cosas juntas. Y si alguna
de ellas no es cierta, se inventa sin más, ya que esta mentira está justificada
por las demás “injusticias” históricas. El hecho es que el nacionalismo no
busca la defensa de los derechos y los bienes del individuo, sino de un pueblo
y su pretendido territorio. Es más, los derechos no son de los individuos sino
de los territorios. Y ese territorio llega hasta donde los líderes
nacionalistas dicen que tiene que llegar. Es decir, hasta dónde a ellos les de
la gana. El territorio de Serbia, por ejemplo, llega justo hasta dónde esté
enterrado el último serbio. Otros llegan hasta cualquier lugar dónde se hable
su idioma… y otros hasta dónde la sociedad se deje imponer ese idioma. Y
recuperar esa tierra “robada” a un pueblo, es un objetivo vital de todos y cada
uno de cuantos abracen tan diabólica doctrina. Incluidos los obispos.
Personalmente creo que es deber de cualquier ciudadano celoso de sus derechos, sea
de izquierdas o de derechas, oponerse a tal atropello. Sea quien sea quien se lo
intente imponer, lleve sotana, uniforme, barretina, chapela o un casco con
cuernos.
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