Todas las dictaduras que han
existido en Europa y América, desde el siglo XIX, tienen una sola cosa en común:
se han impuesto en nombre de un bien superior, de una patria, de una religión,
del proletariado, de un pueblo oprimido, de un territorio dividido o incluso de
un idioma. En todos los casos, ese bien superior está por encima del individuo,
hasta el punto de que el sujeto de derecho, aquello para lo que se legisla y el
titular de los derechos, no es el individuo sino ese supuesto bien supremo. Por
tanto, la libertad, la propiedad y en muchas ocasiones hasta la propia
intimidad familiar de cualquier persona, están supeditadas a los designios y a
las necesidades de tan indefinido fin. Designios y necesidades que, por
supuesto, determinan unos pocos que a su vez son los que detentan el poder. Los
que, en nombre del pueblo, de Dios o de la patria, le explican al ciudadano lo
que necesita y se lo dan. Es momento para hacer un paréntesis y explicar la
diferencia entre súbdito, aquél que es gobernado con o sin su consentimiento; y
ciudadano, aquél para quien se gobierna en pie de igualdad con todo el resto de
sus conciudadanos, para quien se legisla y quien tiene la capacidad de determinar
periódicamente quién ha de hacerlo.
Pues bien, cualquier europeo,
norteamericano y casi todos los suramericanos hoy en día, afirmarán sin ningún
tipo de duda que esa pesadilla de las dictaduras está definitivamente erradicada
de nuestro territorio, al menos desde hace más de treinta años. Desde que cayó
el Muro de la Vergüenza, como siempre se llamó y que ahora no era nada más que
de Berlín. ¿Pero podemos afirmar esto tan categóricamente? Vamos a verlo. Hemos
dicho que para que exista una dictadura hace falta, en primer lugar, una élite
de poder que es quien determina qué leyes se hacen, con qué objeto y para
quién. Y en muchos casos también, contra quién. Pues bien, esa élite no
solamente existe en la inmensa mayoría de los países europeos, en forma de dos
grupos aparentemente distintos que se alternan en el poder, sino que además se
ha constituido en un estadio superior, a escala continental. Son los famosos
eurócratas. Si nos ceñimos a España, esa élite se ha tambaleado últimamente con
la aparición de alternativas distintas, pero parece que ahora pueden volver a
encontrar su sitio. Un sitio en el que haya una serie de dogmas y principios
intocables, de los que vamos a hablar ahora.
Y es que esos dogmas y esos
principios, constituyen el bien superior para el que se ha de legislar y al que
los ciudadanos deben estar sometidos. Ese que está por encima de ellos y el que
siempre ha justificado las dictaduras. El mismo que justifica que no todos los
ciudadanos seamos iguales ante la Ley, que es el principio único de la Democracia.
Sino que seamos más o menos iguales, según el lugar en el que hayamos nacido,
según la raza o religión que tengamos, según nuestras inclinaciones o apetencias
sexuales, o incluso según nuestros intereses o nuestros derechos puedan
perjudicar los de algún poderoso. No se le ocurra a usted edificar o trazar un
camino en su propiedad si esto no le conviene a un poderoso, porque entonces le acusarán
a usted de querer masacrar a toda la población mundial de sisón comegüevos
ibérico, que anida justo allí.
Es lamentable decirlo, pero
ahora mismo en Europa no existe una Ley igual para todos. Desde hace ya unos
cuantos años, se hacen legislaciones específicas para grupos sociales o políticos
distintos, porque ellos lo valen, parece ser. O porque son acreedores de
mejores derechos que los demás. Una puñalada no es la misma si la recibe un
inmigrante, un gay, una mujer o un miembro de según qué partido político, que
si la recibe alguien que no pertenece a ninguna de esas élites. Ni lo es una amenaza, ni un acoso. Si te roban
tu casa, reza para que no sea nadie de la casta privilegiada por la Ley Penal,
porque si no, te quedas sin ella. Por supuesto, si algún (o alguna) miembro de
la casta privilegiada te acusa ante un juez de los peores crímenes, procura no
perder tu dinero en una buena defensa jurídica, porque no te va a valer de
nada. No solo no le hace fata aportar pruebas, sino que las tuyas no serán tenidas
en cuenta.
Los alemanes en general no odiaban
a los judíos, pero nadie quería ser acusado de defensor de los judíos. Lo mismo
pasaba en la Unión Soviética con los burgueses explotadores, en la Cuba
castrista con los norteamericanos o en la Argentina, la España o el Chile de
los años 70 con los comunistas. Pero lo peor no es que hayamos “avanzado” un
siglo y medio hacia atrás, justo al momento anterior a la Revolución Francesa.
Lo peor es el silencio culpable y ovino de la inmensa mayoría. Por eso ganan
siempre.
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