Andaba yo haciendo cola en la
puerta de un cine en la Gran Vía de Madrid, cuando un fuerte altercado llamó mi
atención: con grandes gritos e insultos, un tipo bastante fornido estaba
moliendo a palos a la que aparentemente era su novia, una chica por otra parte
bastante débil y quebradiza. En cada golpe, en cada grito, la pobre parecía que
se iba a desangrar. Sin dudarlo me lancé
en su ayuda, pero inmediatamente comprendí que no iba a mejorar nada, puesto
que allí había un representante de la autoridad. Mi sorpresa fue cuando el presunto
policía se dirigió a la audiencia y manifestando una indignación un tanto fría,
fingida diría yo, solicitó la ayuda de quién pudiera tener vendas, tiritas o
algún tipo de material de protección: algún casco, un chaleco antibalas, etc. Por
supuesto, la mayoría de los presentes, indignados, tratamos de detener aquella
barbaridad, pero hubo otra parte del público que nos detuvo alegando que actuar
contra el agresor era iniciar una espiral de violencia que no podía conducir
nada más que a un conflicto mayor. Hubo incluso quien dijo que lo que en
realidad nos movía era el odio hacia aquél pobre hombre, que no hacía nada más
que arreglar un problema que le habíamos creado nosotros por meternos en su
vida. Aquella bestia seguía pegando a la chica cada vez con más saña, por lo
que ya hubo varios presentes que, como pudimos, empezamos a increparle y hasta
a arrojarle objetos para pararle. Entonces, algunos más nos atacaron diciendo
que estábamos usando la violencia y que el uso de objetos arrojadizos era una forma
de buscar pelea en lugar de intentar solucionar el conflicto dialogando. Que,
en realidad, lo que queríamos no era evitar el conflicto sino generar uno mayor
para sacar ventajas económicas y forrarnos a costa del sufrimiento de la pobre
chica… Evidentemente, esta historia es una ficción, pues quien me conozca sabrá
que, en caso contrario, la estaría escribiendo desde una celda o desde un
hospital.
Lo que no es ficción es la reacción de cada
uno de los actores, si trasponemos la acción a la vida real. El matón sería
Rusia; la chica, Ucrania; el policía, nuestro Gobierno; la parte del público
indignada, los países civilizados; y los tibios, los autodenominados pacifistas.
Y digo autodenominados porque no hay nada que me parezca más sorprendente que
esas personas que se atribuyen a sí mismas en exclusiva, la defensa de la paz,
de la Naturaleza o incluso de la Cultura. Y no solo se la atribuyen en exclusiva
sino que, al dejar fuera al resto de la Humanidad, la señalan como gente violenta
que quiere la guerra. Es decir, la paz es lo que yo te diga que es la paz, y si
no te parece bien, puedes y debes ser perseguido, acosado y sobre todo
silenciado, porque no tienes derecho a hablar. Y una vez dicho esto, deducen
que la paz es la ausencia de violencia física, siempre que esa violencia física
no sea ejercida por ciertos países, partidos, bandas armadas o matones a los
que ellos consideran legitimados para utilizarla, claro. Inútil discutir con
ellos, puedes acabar muy perjudicado, tanto verbal como físicamente.
Y aunque muchos de ellos se
crean que son una mezcla de Mahatma Gandhi, Martin Luther King y Jesucristo, lo
que en realidad son es una mezcla de la tolerancia de Stalin, la cultura de
Diego Armando Maradona y la inteligencia de quien se cree que siempre tiene la
razón. Ya se sabe cuáles son los cinco principios de los poco inteligentes:
culpar a otros de sus errores, creer que siempre tienen razón, la agresividad,
la incapacidad para entender los sentimientos de otras personas y la firme
convicción de que son mejores que los demás. De otro modo, no intentarían hacer
frasecitas ocurrentes cuando les recuerdas el dicho clásico de “si vis pacem
para, bellum” (si quieres la paz, prepara la guerra). Resulta que este es un
principio formado a lo largo de muchos siglos de experiencia, que sencillamente
advierte de que, si no eres capaz de defenderte, antes o después alguien se
impondrá sobre ti. Es decir, que si bajas las manos, siempre habrá
alguien dispuesto a atropellarte. Y esto es válido para los estados, los pueblos,
el trabajo, las relaciones personales, los negocios, etc.
Pero es que además tampoco suelen
tener la más mínima noción ni referencia de los padres de la Escuela de
Salamanca: Francisco de Vitoria, Tomás de Mercado, Domingo de Soto, Luis de Molina,
Juan de Mariana, Martín de Azpilicueta… casi nadie al aparato. Que no sólo
fueron precursores en el siglo XVI de la teoría cuantitativa del dinero, es que
además acuñaron conceptos como el del Derecho de Gentes (ius gentium), que va a
dar lugar al Derecho Internacional, y el de guerra justa. En virtud de este
último, una guerra es justa si evita un mal mayor que el que produce. No sólo
eso: el territorio de un pueblo bárbaro no puede ser invadido porque el derecho
de la toma de la tierra en el nuevo mundo solo puede ser dado a través de la
guerra justa. No por un derecho de evangelización o un derecho de misión.
Pero bueno, parece ser es más sencillo vociferar, acusar a todo el mundo de ser
violento… y defender a los asesinos.
Como
dijo Churchill: “Entre la indignidad y la guerra, hemos escogido la indignidad;
y ahora tendremos la indignidad y la guerra”
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