Desista de su intento quien
quiera encontrar en este artículo cualquier atisbo de negación de la enfermedad
o de teoría de la conspiración. La enfermedad existe y se ha llevado por
delante a cientos de miles de personas, incluido algún amigo al que tenía gran
cariño. Y hasta la fecha, el único remedio que tiene es la vacuna, aunque esta
sea todavía bastante incompleta. El único chip que nos han insertado, lo hemos
pagado con mucho gusto de nuestro bolsillo, en torno a los ciento cincuenta, doscientos
o trescientos euros. Y lo tenemos tan insertado que, si salimos de casa sin él,
volvemos corriendo o pasamos un día negro, echándolo de menos. Puede ser Samsung,
LG, Apple, Xiaomi… Si alguien nos quiere localizar desde un satélite, no tiene más
que buscarnos por nuestro número de teléfono, que a su vez está ligado a
nuestro nombre, casa, trabajo, etc. Desde allí se puede saber dónde estamos,
dónde hemos estado, cuántas veces, con quién, cuánto hemos pagado, cómo, etc. Y
si usted no se lo cree, pregúntese quién cambia la hora de su teléfono el
último domingo de marzo o el último de octubre.
Si es usted de los que tuvo la
suerte de tener unos padres que se molestaron en educarle, o de los que se ha
tomado la molestia de educar a sus hijos, le sonará de algo eso de:
- “¡No sales hasta que tu
cuarto esté hecho!”
- “Si ya está hecho”
- “De eso nada, esa colcha
está hecha un guiñapo ¡no sales!”
O lo de:
- “Me dijiste que si recuperaba
Geografía podía apuntarme a baloncesto”
- “Sí, pero me ha mandado una
nota tu profesor…”
Y es que, son muchas las ocasiones
en las que hay que hacer de la necesidad virtud. Situaciones en las que en lugar
de decir no a algo que no se considera conveniente, se aprovecha para corregir
un comportamiento que se considera poco adecuado o innecesario. Una actitud
loable, sin duda, no sólo por el sacrificio que requiere, sino porque redunda
en bien de personas a las que queremos, como son los hijos.
Ahora bien, que sea una
actitud loable, no quiere decir que tenga que ser utilizada por los poderes
públicos en su relación con los ciudadanos. Por decirlo de manera más simple,
es inadmisible que el poder político trate a los ciudadanos como menores de
edad. Si nadie me dice otra cosa, la relación del Poder con los administrados
debe ser de servicio, dado que son estos quienes eligen a sus representantes
para esa función. Por eso es inadmisible que nada menos que todo un Presidente
del República Francesa, diga públicamente que va a perseguir con saña a quienes
no se sometan ponerse a una vacuna. Las vacunas, las medicinas y las
intervenciones quirúrgicas son opciones privadas a las que cada uno tiene
derecho y se somete en función de sus necesidades, sus apetencias o sus posibilidades.
Es verdad que habrá quien argumente que, si no
te quieres vacunar, luego no debes ser atendido si caes enfermo. Pero no dicen
que si conduces borracho no debes ser atendido en urgencias después de un
accidente; que si frecuentas los prostíbulos no debes ser tratado con
penicilina; que si te pierdes en el monte escalando, no debes ser rescatado por
un helicóptero; que si consumes cocaína, no debes recibir atención en caso de
infarto; que si no te vacunas de la triple vírica no puedes ser curado en caso
de contraer el sarampión, la rubeola o las paperas; o que si engordas más de la
cuenta, no debes recibir tratamiento contra el exceso de azúcar. Si llegamos a
aceptar que sea el Estado quien determine lo que podemos comer, podemos beber y
podemos hacer, habremos entrado en la dictadura perfecta, que es la que entra
en tu intimidad, en tu casa y en tu cama. Y eso hoy, que se sepa, solo existe
en China, Corea, Cuba y algún país más. Pero parece que a los bien pensantes
eurócratas no les parece una mala idea.
Primero nos dijeron que era una
crisis sanitaria en una desconocida ciudad china. Cuando aquello se extendió,
nos dijeron que no era probable que saliera de China. Cuando se extendió por
Asia, dijeron que estaba controlado. Cuando llegó África dijeron que no saldría
de allí. Cuando llegó a Europa, que no hacían falta mascarillas y que se podía
viajar tranquilamente. Cuando nos encerraron en casa, dijeron que era legal
suspender el derecho a la libre circulación, e incluso sancionar a quien la
policía señalara. Es decir, se aprobaron leyes de excepción y se cerró el
Parlamento. El único precedente de cerrar un parlamento en Europa era el de
Hitler, cuando cerró el Reichstag y posteriormente le prendió fuego. Después
nos dijeron que podíamos salir, pero no juntarnos. Luego, que no podíamos ir a
los bares, a los teatros ni a trabajar. Luego que sí podíamos ir a trabajar,
pero no a los bares. Después dijeron que, si nos vacunábamos el cincuenta por
ciento de la población, la cosa estaba hecha. Después que el setenta, después
que el ochenta y después que el noventa. Cuando nos vacunamos el noventa por
ciento, nos dijeron que es que era otra variante... y en todos los casos las
autoridades, como en cualquier dictadura, contaron con el apoyo inestimable de
la “policía de los balcones”: los ciudadanos “ejemplares” que denuncian a sus
vecinos ante la autoridad protectora.
Lo malo es que esa autoridad
no es protectora como la de los padres, ni nos vigila, nos prohíbe o nos
sanciona porque nos quiere y quiere lo mejor para nosotros. No, no es que el
COVID sean los padres, es que hay quien se cree que puede tratarnos como nos
trataban nuestros padres, pero sin darnos nada a cambio. Me temo que es una
cuestión de dominio, de control puro y duro y que tiene mal arreglo: como siempre
nos callamos, siempre dan un paso más.
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