Siento
que el tema que voy a tratar hoy me puede granjear muchos enemigos. Al menos, muchas
desafecciones o muchas decepciones entre mis lectores habituales, que
afortunadamente son muchos, y desgraciadamente pueden dejar de serlo. En primer
lugar, por no respetar mi costumbre de no hablar de política, pero es que considero
que este tema va mucho más allá de la política y entra en el terreno de la
dignidad humana, del respeto a los derechos más elementales y de los
principios. En segundo, por remar contra la corriente de o políticamente
correcto. No pido perdón, pero como siempre, tengo abierto este blog para quien
quiera expresar su opinión, su desacuerdo o su indignación. Jamás he borrado
ninguna opinión que no incluyese faltas de respeto, opiniones ya publicadas de
terceros o ridículos monigotes con gestos repetitivos. Aquí su opinión es
sagrada y siempre lo será.
Y
es que estos días se cumplen veinticinco años de unos hechos que, por algún motivo
extraño, nuestros jóvenes no han estudiado en su bachillerato y que a alguien
debería caérsele la cara de vergüenza porque haya sido así. A tres “álguienes”,
o más bien o a muchos más: hablo de los tres presidentes de gobierno y de decenas
de presidentes autonómicos y consejeros de Educación. De los que, en sus libros
de Historia de España, han obviado los días que mediaron entre la liberación
del secuestro de José Antonio Ortega Lara, después de más de quinientos días
metido en un pozo en unas condiciones en las que nadie tendría a un animal; y
el asesinato de Miguel Ángel Blanco, boca abajo, con las manos atadas a la
espalda, abandonado en el borde de un camino perdido, aún respirando y con las
mejillas quemadas por las lágrimas. Fueron días angustiosos, mucha gente lo
recordará. Pero no tanta gente recordará los centenares de asesinatos y secuestros
anteriores, los que día a día abrían los telediarios y los boletines de radio. Porque
hasta entonces, los que nos indignábamos con los asesinatos, ya fueran de un guardia
civil, de un militar, de un concejal o de un cocinero, que también los hubo, sencillamente
éramos unos “fachas”. Y hasta tuvimos que correr en muchas ocasiones, acompañando
a un féretro, delante de la Policía. Pero eso no hay que recordarlo porque ya no
eran “los grises” de Franco, delante de los que se supone que ha corrido tanta gente.
Sus uniformes eran entonces color café con leche, cortito de leche. Y sus jefes
los distintos ministros de Interior de la UCD y del PSOE. Más de la UCD que del
PSOE, eso también es cierto.
Cuando
vi todas aquellas manos blancas, supe que habíamos perdido. El pueblo no estaba
con su Policía, con su Guardia Civil, con su Ejército ni con sus jueces. El
pueblo sacaba bandera blanca o manos blancas, que tanto da, se rendía. No se
exigía justicia, no se llamaba a la lucha ni a la resistencia: se pedía, se
suplicaba a ETA que dejara de matar. Se suplicaba al PNV que les convenciera, y
a los políticos del Gobierno y de la oposición que hicieran "lo que
tuvieran que hacer" para que dejaran de matarnos.
Unos
niños bien intencionados o más bien un poco atolondrados, que jamás habían ido
a un funeral por una víctima de ETA, que ponían los ojos en blanco cuando
hablaban de Gandhi, de John Lennon o de los hippies, se indignaron por primera
vez. Se creyeron las consignas chupiguáis de Verano Azul y del cine de
Hollywood y decidieron actuar. Nunca lo hicieran, porque su actuación consistió
en dejar de actuar, en rendirse, en suplicar, repito, la paz. Y salieron de sus
aulas al campus con las manos pintadas de blanco; y de los distintos campus al
centro de las ciudades; los periódicos los pusieron como ejemplo, y mucha gente
les siguió.
Nadie
osó decir que la paz no se suplica, que no se llora cuando alguien la viola.
Que la paz hay que ganársela día a día, mes a mes y año a año con la fuerza de
la Ley. De una Ley igual para todos, proclamada por el pueblo a través de sus
representantes, administrada por los jueces y hecha cumplir por las fuerzas
armadas y la policía. Y, sobre todo, con un pueblo que apoya como
un solo hombre a sus representantes, a
sus jueces, a sus fuerzas armadas y a su policía. Nadie osó decirlo y ahora
estamos donde estamos. Pero ahí sí que no quiero entrar…
Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro
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