A ver nena, perdona si no
me dirijo a ti como esa gran sacerdotisa de la defensa del planeta, en que te
quieren convertir algunos malvados. Pero es que en mi época, en esos tiempos
tan antiguos y lejanos, una niña de dieciséis, se callaba cuando hablaban los
mayores. Y no, no es que mis padres fueran unos ogros, trogloditas o
antropófagos. Sencillamente se consideraba que la experiencia, las horas de estudio
y las de trabajo daban prioridad a la opinión de quien podía demostrarlas. Y
desde luego mis padres nunca nos utilizaron, ni a mis hermanos ni a mí como espantajos,
agitándonos de forma histérica para ninguna reivindicación. En mi época, nena,
los padres trabajaban para que los niños estudiásemos. Para que nos diesen
lecciones y no para que las diésemos nosotros. Para mantenernos y no para que
les mantuviésemos nosotros a ellos. Y si teníamos un problema, esos padres se
desvivían por llevarnos a médicos, a psicólogos o por hablar con nuestros
profesores. Lo que desde luego era impensable, es que echaran la culpa de un
síndrome de Asperger al cambio climático, al Yeti ni a la Santa Compaña. Chica,
si te ha tocado esa madre, deberías reclamar. En todo caso, nuestros malvados
padres tenían la fea costumbre de escuchar a quien tenía algo de autoridad
sobre el tema del que hablaba: si un Nobel de Literatura hablaba sobre libros,
le escuchaban; si lo hacía un catedrático, también; si lo hacía un conocido
periodista, le escuchaban sin duda… Si lo hacía alguien que no tenía ni idea, igual
le escuchaban por respeto. Y si lo hacía una niña “marisabidilla”, a lo mejor
hasta les hacía gracia. Pero nada más.
Pero vamos a lo que vamos,
que no quiero quitarte tu ilusión. Decirte en primer lugar que no he escuchado
tu discurso ante la ONU. Y no lo he hecho porque tal institución no me merece
respeto alguno, pues no entiendo que las más sanguinarias e inhumanas dictaduras,
tengan que sentarse en la misma mesa que las democracias. Y precisamente de eso
te quería hablar: señalan los titulares que por tierra, mar y aire nos han
bombardeado con tu discurso, que te quejas de que “te han robado tu infancia”.
Pues mira, reina: podías haber mirado a la cara mientras remarcabas tus
palabras, a los representantes de Irán, de China, de las dictaduras del Golfo o
de la inmensa mayoría de África. A lo mejor te hubieras dado cuenta de lo que
tus palabras significan para ellos. Puede que estuvieran riéndose o durmiendo.
Para ellos, una niña de dieciséis puede que ya no tenga valor ni como
concubina. Porque a los dieciséis, Greta, ya ha sido violada, vendida y
humillada por más de tres o cuatro hombres. Y los niños tienen SIDA desde los
cuatro años. A ellos sí que les han roto su infancia. Y posiblemente lo hayan hecho
muchos de los que contemplaban tu lacrimógeno discurso, que para eso tienen el
poder absoluto en sus países. También podías haber mirado a los representantes
europeos, norteamericanos, canadienses o australianos, que miran complacidos
cómo sus ciudadanos van de vacaciones a Tailandia, a la República Dominicana, a
Brasil o a Cuba a robar -esta vez sí- la infancia de tantos niños. Pero como ni
lo hacen en sus países, ni a los representantes en la ONU de esos países parece
importarles demasiado… Claro, cómo va a importarles, habiendo problemas tan
acuciantes como el del cambio climático. Fíjate que curioso: ni a los de los
países ricos les importa un carajo lo que les pase a las niñas de los países
pobres; ni a los de los países pobres les importa un carajo lo que le pase al
medio ambiente. Y es que, querida niña, el del medio ambiente es un problema de
niños ricos, que no tienen que preocuparse de comer al día siguiente, de buscar
un médico para curar una enfermedad o de poner gasolina a su coche. Ni tan
siquiera de pagar tres millones de dólares para llevarte a ti en velero hasta
Nueva York, para que no contamines el aire. Curiosa forma de luchar contra las
grandes multinacionales de la energía, la banca y la prensa: dejarse invitar
por ellas a un crucero.
Lo siento reina, yo me hubiera
esperado a que crecieras. Pero si quieres jugar a dar lecciones a los mayores,
tendrás que aprender a escuchar toda la historia, y no solo la que sale en tu
libro.
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