Todo aquél que se dedica a
dilapidar su patrimonio, tarde o temprano acaba en la ruina. Esta afirmación tan
obvia y que todo el mundo comprende, a todo el mundo le parece que está hecha
para los demás, pero no para uno mismo. Nadie que esté tirando su fortuna por
la ventana, es consciente de estar haciéndolo. Como el conductor temerario ve
clarísimo que el problema de la seguridad vial no se debe a su inconsciencia,
sino a que la carretera está llena de lentos, paletos y domingueros. Y esto
viene a cuento de que todos o al menos la mayoría, como sociedad, estamos dilapidando
uno de nuestros patrimonios más valiosos y que, una vez destrozado, ya no habrá
quien lo recomponga. Me refiero a nuestro lenguaje, que, aunque para algunos no
sea nada más que un instrumento para manipular conciencias y opiniones, que lo
es y utilísimo, para la mayoría debería ser un patrimonio de un valor incalculable,
formado durante miles de años basándose en la sabiduría popular, y entregado a
nosotros por nuestros padres y abuelos. Aunque sólo fuera por eso, ya
deberíamos tratarlo con el respeto debido. Pero es que además es una
herramienta de gran ayuda para comprender y hacerse comprender, algo fundamental
para crecer como individuos, como sociedad, en negocios, trabajos, relaciones
sociales, etc. Es decir, en todo lo que nos hace humanos. En todo lo que nos
diferencia de las bestias.
Pero parece ser que, por el contrario,
no sé si por desidia, ineptitud, pereza o simple torpeza, hemos elevado a la
categoría de referentes sociales a auténticos ignorantes, mendrugos y sacamantecas.
No hablaré de la prensa en general ni de la prensa deportiva en particular que,
con muy honrosas excepciones, someten diariamente a demolición controlada al
Diccionario de la Real Academia. Es que todavía hay algo peor que profesionales
que ignoran su profesión y en cambio la ejercen con gran éxito, como es el caso
de la prensa. Se trata en concreto de los funestos gabinetes de imagen que tanto
gustan a los políticos catetos, a esos que sin la más mínima formación se meten
a mandar, que no a dirigir. Y como lo ignoran casi todo, pero son obedientes y
disciplinados, se ponen en manos de quien les explica cómo tienen que decir las
cosas o, para ser más exactos, cómo decir las cosas para que parezca que hablan,
sin decir nada. Que tiene su ciencia, no crea usted.
El hecho es que, para esos
paletos de diseño, hay una norma de oro que jamás se puede olvidar: nunca
utilizar palabras “negativas” ¿Y qué son palabras “negativas”? se preguntará
usted. Pues, aunque en la definición no se debe usar la palabra definida, son
verbos que indican una acción negativa. Por ejemplo: caer, torcer, doler,
castigar, bajar, volver, arruinar, someter… y decenas de verbos que usted puede
deducir fácilmente. El problema viene cuando estos verbos, que también forman
parte de nuestro lenguaje y existen precisamente para expresar un concepto
concreto, se prohíben de forma taxativa. Pero entonces vienen los avezados
asesores y retuercen el Diccionario a su gusto, ante la mirada necia y ovejuna del
gran público. Así, un político nunca cae, deja de ascender; nada se tuerce, simplemente
corrige su rumbo; lo que duele, en realidad no es más que una ralentización de
la mejoría; lo que baja en realidad interrumpe su ascenso; lo que vuelve no está
haciendo sino replantear su avance; nadie se arruina, sino que desinvierte; y
someter a alguien no es ni más ni menos que reinsertarle en la sociedad.
Bien, pues en ese ambiente “flower
power”, es en el que estamos asistiendo a la mayor escalada de estupidez que la
sociedad española haya atravesado, me atrevería a decir que en siglos. En mitad
de una crisis sin precedentes, en la que nos han confinado en casa, en arresto
domiciliario, nadie se atreve a decir que nos van a liberar, porque eso
implicaría reconocer que estamos presos. Entonces, nos van a “desconfinar”. Tal
cual. Después de la escalada de contagios de la pandemia, no podemos decir que nada
va a descender, ni aunque se trate del número de contagios. Eso nunca. “No pasa
nada, jefe. Tranqui, usted diga que vamos a “desescalar”, ya verá qué bien suena”.
Y va el jumento en cuestión y lo suelta… Volver no es “desir”, llorar no es “desreir”, negar no es “desafirmar” y
robar no es “desdar”. El antónimo de confinar es liberar, se
pongan como se pongan los gabinetes de imagen. Así que cuando se decrete el fin
del confinamiento, yo me consideraré liberado. Y usted se puede considerar como
mejor le parezca, pero por favor, no diga estupideces. Igualmente, cuando comience
a descender el número de contagios, utilizaré el verbo descender con todas sus
letras y todo su significado, como me lo enseñaron desde niño. Sin darle más
valor que el que tiene estrictamente y sin que ello suponga para mí nada
negativo. Si a usted se lo parece, creo que debería leer más. Pero no sólo la
prensa deportiva…
Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro
Genial!!!
ResponderEliminarMuchas gracias.
EliminarBuenísimo, bien redactado, trata algo muy serio con un toque de humor...
ResponderEliminarLástima que el autor se prosigue poco por aquí.
Tienes toda la razón en lo de prodigarme poco. En la primera frase espero que la tengas también, claro. Me gustaría escribir mucho más, pero no es fácil. Al final, todos caemos en las redes de Facebook y demás armas de manipulación masiva... Gracias, en todo caso.
EliminarProdigue*
ResponderEliminarPos... Eso mismísimo diría yo si supiera. Me huelgo largamente de su discurso de usté.
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