En este mundo chupi guay en el
que nos hemos metido nosotros solitos, porque es verdad que los que nos
pastorean no hacen más que darnos gusto. En este mundo, digo no cabe la
infelicidad. Hemos llegado a la monstruosidad de que una pandemia que nos arrasa,
que nos causa centenares de bajas diarias, casi todos ellos muertos solos,
metidos en un ataúd con una etiqueta y puestos en fila para ser enterrados o
incinerados, hay que presentarla en los medios como “algo positivo”. Y no estoy
diciendo ninguna barbaridad, que esa y no otra es la consigna de casi todos los
medios de comunicación. Al menos, de todos los que dependen del maná gubernamental
para su subsistencia. Y no digamos para la placentera existencia de sus consejeros,
directivos y altos ejecutivos.
No digo yo que haya que
regodearse en el sufrimiento de nadie, que arrollar la intimidad de nadie ni
que faltar el respeto a ningún muerto, por supuesto. Cosa de la que por cierto,
nos estamos librando no por la finísima delicadeza de ningún periodista ni
director de programa televisivo alguno, sino simplemente porque el PP no está
en el Gobierno. Si no, que a nadie le quepa duda de que se abrirían todos los
telediarios con entierros, velatorios, gritos desgarradores de viudas y
denuncias de abandono de padres en sus residencias. Pero, en fin, no es asunto
mío defender al PP, al que un día pertenecí y del que me fui avergonzado.
Avergonzado entre otras cosas, por tener que aguantar que me acusaran de meter
al mundo en una guerra, de hundir un barco con petróleo para arruinar la costa
gallega, de volar cuatro trenes repletos de pasajeros o del asesinato
inmisericorde de un perro infectado con el virus del ébola. Ahí se quedaron. A
mí no me pone nadie la cara colorada si tengo razón, y desde luego, no me callo
para que no se enfade el que me está injuriando. Si a algún idiota le parece
que esa es una buena estrategia, que la siga sin mí.
Pero no me he sentado a escribir
para hablar de mí sino de nuestro maravilloso mundo, de una adorable Arcadia,
de un Paraíso que en cuestión de días se nos está desgarrando por todas sus
costuras. Y como la orquesta del Titanic, que no es una película sino un hecho
real, seguimos celebrando nuestra fiesta. Seguimos saliendo todas las tardes a
aplaudir al balcón, yo soy de los que lo hacen, aunque cada uno de nosotros aplaudamos
por algo o por alguien que en muchas ocasiones no tiene nada que ver con el aplauso
del vecino. Aunque recibamos en nuestros teléfonos vídeos indignados de
presuntos, y en muchas ocasiones verdaderos, sanitarios que nos indican a quién
podemos aplaudir y a quién no; quién es bueno y quién es malo. Aunque sepamos
de muchos casos de personas que han sido varias veces devueltas a casa desde el
hospital, y al final han muerto… Pero de todo esto no se puede hablar, estamos
en el mundo chupi guay: la información sobre la crisis ha de construirse sobre sanitarios
aplaudiendo al dar un alta, sobre filas de enfermeros con globos y cartelitos,
y sobre aplausos desde los balcones. Ante todo, muchos aplausos, muchos
balcones y muchos globos. La ética -o cierta “ética”- no deja mostrar la
desgracia, la infelicidad no existe.
Dicen que el príncipe Siddharta
vivía en su palacio de oro, rodeado de jardines y con instrucciones expresas de
su padre de que jamás podría ser contrariado. Sólo cuando un día por accidente,
traspasó el muro de su jardín y vio el mundo exterior, lo abandonó todo, se
despojó de sus riquezas e inició un camino de introspección, de perfección, de
sacrificio y de renuncia que le llevó a convertirse en el Buda. Por mi parte,
creo que el Buda siempre fue mucho más feliz que el príncipe Siddharta, pero
allá cada cual.
Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro
No hay comentarios:
Publicar un comentario