A nadie le gusta ser portador
de malas noticias. Incluso hay veces que el mensajero paga las consecuencias de
su jetattura[1] con juramentos, maldiciones, y en casos
extremos, con su propia vida. Pues bien, aún a riesgo de pagarlo con mi propia
vida, he de abrir los ojos a una parte cada vez más importante de nuestra comunidad
hispanoamericana. Y es que cada ves son más los que se suman a ese movimiento
destructor y destructivo llamado indigenismo. Destructor, porque tiene la fea costumbre
de expresarse destruyendo estatuas, atacando personalmente a quien ose disentir,
o gritando más fuerte para no dejar opinar a los demás. Y destructivo porque su
finalidad, cada vez más evidente, es la de destruir una convivencia forjada a
través de muchos siglos, de muchos sacrificios y de muchos actos heroicos. ¿Qué
hubo injusticias y abusos durante los tres siglos en los que los españoles de
ambos hemisferios convivimos? Pues claro ¿no ha de haberlos? También los hay
hoy, los hubo en la península y los siguió habiendo después de los procesos de
independencia. También los hubo, los hay y los habrá en Gran Bretaña, Francia,
China y Turquía. Eso es normal: siempre los ha habido y siempre los habrá, en
todo tiempo y lugar. Al menos, siempre que haya alguien que tenga más poder que
los demás, y la única forma delimitar esos abusos es limitar el poder.
Dentro
de esas corrientes indigenistas, aparte del lado folclórico y pachanguero, hay
una tendencia presuntamente “académica”. Esta se dedica no sólo a reescribir la
Historia sin consultar un solo documento ni archivo, sino a recuperar elementos
culturales propios de los indígenas, al más puro estilo de nacionalismo
fascista europeo, del que desgraciadamente tantos ejemplos tenemos en España: costumbres
inventadas, fiestas que a casi nadie importan, o idiomas “propios” que casi nadie
hablaba hasta hace cincuenta años. Y de repente, te encuentras a un tipo hablando
un nahuatl[2]
que nunca nadie ha hablado en su casa. Pues bien, resulta que, si esos idiomas
existen, es ni más ni menos porque los religiosos españoles, con el apoyo de la
Corona, se empeñaron en aprenderlos para de esa manera poder escribirlos y
conservarlos. Porque esos indios tan desarrollados y felices no conocían la
escritura. Es decir, si todavía los conocemos, es gracias a aquéllos que según
los indigenistas vinieron a destruirlos. Curiosa paradoja.
Pero
esa no es la mala noticia, todavía hay una peor. Parece ser que el único
objetivo de todos aquéllos españoles que cruzaron el Atlántico era la rapiña,
el pillaje y la violación masiva de indias, indios e inditos. No habría oro en América
para completar todos los barcos cargados de oro que, supuestamente, zarparon de
sus costas para enriquecer a los avariciosos españoles. Sin embargo todavía
queda oro de sobra en América para que lo exploten empresas como Barrick Gold, Newmont Goldcorp o Kinross Gold. La realidad
es que el único oro que salió de América en dirección a España fue el llamado
quinto real. Es decir, la quinta parte de los beneficios de cualquier negocio
que se emprendiera en América, y diese beneficios. Ya quisiéramos hoy día un
IRPF de un quinto de nuestros beneficios. Más aún, si a cambio tuviésemos
ciudades seguras, caminos que vertebrasen toda América, seguridad en los mares
frente a los piratas, universidades, puertos, canales de riego, unos derechos iguales
para todos los súbditos de la corona y la prohibición estricta y expresa de la
esclavitud. Fuesen de la raza que fuesen y hubiesen nacido dónde hubiesen
nacido. Pregunten a los habitantes de Teahuantisuyu o de Tenochtitlán si tenían
eso antes de la llegada de los españoles.
Pero es que hay algo más: cuando todos estos indigenistas de facultad, salón de actos y mitin dominguero aúllan, se definen así mismos. Gente que se llama Pérez, García, Domínguez, Chaves o Castro lloriquean por el daño que fuimos a hacer los españoles. Evidentemente, todos esos son apellidos indígenas. Ellos descienden de una princesa india. Yo no sé si todas las indias eran princesas, pero cada vez que te cuentan la historia de alguna, era una princesa… No quiero ser mal pensado, pero a ver si fueron sus antepasados los delincuentes que, apoyados en las logias de origen inglés y francés, conspiraron contra su propio país para expulsar a los españoles. Desde luego, los míos se quedaron en la península y nunca explotaron a los indios. Lo que ocurriese después de la independencia tampoco es asunto mío, pero el día que los indios se enteren del negocio que hicieron pasando a manos de los que les defienden, alguien va a tener un buen disgusto. Trescientos años sin una sola guerra, y cuándo triunfan las independencias, las guerras se multiplican exponencialmente. Pregúntenselo a los mexicanos, que perdieron más del cincuenta por ciento de su territorio en menos de ochenta años. La mala noticia es esa, que esos españoles tan malvados y libidinosos que fueron a América son tus antepasados. Los míos se quedaron en Europa.
Muy buen artículo. Es una vergüenza como intentan demonizar os cuando éramos los más civilizados de esa época.
ResponderEliminarTal cuál, Iván.
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