Relapso era aquél que, hallado culpable en un proceso
inquisitorial, era “relajado al brazo secular”. Es decir, entregado a las
autoridades civiles para que estas ejecutasen la sentencia que le hubiera sido
impuesta, ya que la Iglesia no ejecutaba sentencias contra nadie.
Cualquiera que haya seguido periódicos, radios o televisiones
en los últimos días, será partícipe de los hechos más importantes que han
tenido lugar. Que no son el bombardeo de objetivos de civiles por Rusia, ni la
crisis del gas que amenaza el invierno europeo, ni la agobiante presión fiscal
que nos atenaza y que nos condena a una inflación sin límites. No, lo realmente
importante, lo que con razón ha ocupado portadas y ha abierto noticieros es,
sin duda, la gamberrada de unos pocos estudiantes desbordados de hormonas,
intentando ligar con las chicas del colegio de enfrente, con una carga no menor
de hormonas. La causa: como dije en un artículo anterior, que ya no se puede
asistir a ninguna juerga, borrachera o relajación de las costumbres sin que
algún imbécil saque un telefonito y te grabe. Te grabe y lo publique, por
supuesto, que para eso te graba. Los hechos: la puesta en escena de una
auténtica berrea que, como todas las berreas, tiene lugar puntualmente en un
momento del año y pasa más por ser un espectáculo que otra cosa. El mejor o
peor gusto de este espectáculo es discutible, pero cuestión de gusto al fin.
Como usted sin duda sabe, la Inquisición tenía como fin
vigilar el recto cumplimiento de la doctrina, especialmente dentro de la
Iglesia, no torturar a nadie ni llenar mazmorras de gente colgada de las
paredes. Eso solo pasa en las películas americanas, pero para saber Historia
hay que leer, no ver películas. Y como en España siempre tenemos que ir detrás
de los inquisidores para jalearlos y tocarles las palmas, desde el presidente
del Gobierno hasta el último meritorio del último periódico de cualquier
provincia, han salido en tromba a lapidar y a afear la conducta de los relapsos.
Naturalmente, por su bien, para ponerles frente a su conducta impropia y
pecaminosa y que abjuren públicamente de ella. Se les pone un sambenito o
capirote, se les sube en un borrico y se les pasea por las calles acompañados
por un pregonero que anuncia su pecado. Mientras, el pueblo les insulta y les
arroja verduras podridas. Todo por contravenir la Única y Santa Fe del
Feminismo. Y, cómo no, el denunciante es ejemplo de buen cristiano y defensor
de la Fe. A él se unirán partidos, sindicatos, asociaciones y hasta otros
colegios mayores y compañeros de facultad; su ejemplo será exaltado en
editoriales, columnas, reportajes… y hasta en las homilías del domingo.
Siempre hemos padecido la Inquisición, con ese nombre o con
otros, y siempre la hemos necesitado para prevenir la disidencia. Y quien diga
que no, que me explique por qué cada vez que alguien quiere protestar, señalar
o exponer una injusticia en los medios de comunicación dice que “quiere
denunciar”, que “habría que denunciar” o que “denuncia”. Lo de denunciarnos
unos a otros viene exactamente de ahí. El pueblo jamás temió al Santo Oficio,
entre otras cosas porque era el que se encargaba de mantener el orden, de
garantizar sus vidas, sus haciendas y de protegerles de las malas influencias
extranjeras que querían desestabilizar el Reino. De hecho, cuando la
Constitución de Cádiz de 1812 abole la Inquisición, encuentra su mayor
resistencia en las áreas rurales. Es decir, en la inmensa mayoría del
territorio, en la que habitaba más del noventa y cinco por ciento de la
población. También ahora necesitamos -o nos hacen necesitar- un Santo Oficio
que nos salve de aquéllos que quieren sacar los pies del tiesto de la verdadera
Fe. Si para eso hace falta hacer picadillo a unos pobres pardillos, a sus
padres, a sus amigos y a sus novias, se hace y punto. Después de todo, es por
su bien y por el del Reino. Y desde luego, si es por su bien y por el del
Reino, siempre contarán con el apoyo inquebrantable de la Orden de San Agustín,
propietaria del colegio. Lo dicho, como
siempre, nada nuevo.
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