“¡Soldados! ¿Juráis por Dios o prometéis por vuestro honor…?” así comenzaba
la jura de bandera que un lluvioso día de noviembre hicimos en el campamento de
Santa Ana, en Cáceres. Y yo, que soy un romántico militante, juré, prometí y me
creí todo lo que allí se dijo. Y es que como dijo Pedro Crespo, Alcalde de
Zalamea, en la inmortal obra de Calderón de la Barca: “Al rey la hacienda y la
vida se ha de dar, pero el honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de
Dios.”
“Pobrecillo”, estará usted pensando, creerse esas cosas del honor a estas
alturas del siglo. Es tanto como creer en los Reyes Magos. Y puede que tenga
usted razón ¿pero dónde está escrito que es mejor no tener principios que
tenerlos? Puede que sea verdad, que ya la palabra no obliga a casi nadie.
Incluso que lo que no está escrito y firmado, no tiene valor alguno ¿pero no es
más cierto que hay mucha gente que incumple, desprecia e ignora incluso lo que
ha firmado? Pues eso y no otra cosa es, en mi opinión, el honor: estar obligado
por lo que se dice, se firma o incluso por lo que se piensa o se cree. No por
lo que a uno le apetece. “Honor”, “palabra”, “pensar”, “creer” ¿le dura a usted
la borrachera de Fin de Año? Pues no. Entre otras cosas porque, como ya dije en
su día, no celebro semejante cosa. Al menos con borracheras, que uno ya tiene
edad de cuidarse.
Todo lo anterior viene a que estoy entretenidísimo descifrando un concepto
que, de forma machacona, se repite últimamente en todos los medios. Me refiero
a la “honorabilidad”. Como ya dije en un artículo anterior, es propio de bienhablaos alargar las palabras para
parecer más cultos. Como objetivizarlas, esquematizarlas o publicitarlas. Pero
es que la “honorabilidad”, a base de repetirla, se ha convertido en un concepto
propio, distinto e incluso opuesto al honor. Es, digamos, el honor de los que
no tienen honor: aparece una individua asegurando que sabe dónde tiene cierto
futbolista un lunar, porque lo ha visto por debajo de la mesa; y dice que
atentan contra su “honorabilidad” porque alguien dice que ha cobrado por
contarlo. Niegan a un concejal la comisión que había acordado con una
constructora; y atentan contra su “honorabilidad” cuando alguien dice que ha
hablado por despecho. Pillan a otro llevándose los dineros de una fundación
para niños con cáncer; y lo primero que exige es respeto para su
“honorabilidad”…
Al final, al contrario que en la época de Calderón de la Barca, en la que
el honor formaba parte de los principios que informaban la sociedad y los
pícaros eran una excrecencia de esta misma sociedad; ahora los pícaros imponen
su “honorabilidad” y el honor es un concepto rancio, marginal y pasado de moda.
Tendrá que ser así…
Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro
Escrito por tiroleses
el 05/01/2012 12:39
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