Yo ya tenía mis sospechas, la verdad.
No sólo porque lo dijera el típico idiota de tu clase que, como es de padres
separados, se cree que le han contado todos los secretos de la vida, porque su padre
se sincera con él todos los fines de semana y su madre el resto de la semana.
Pero es que, además, a mí eso de que viniera de Oriente y tuviera nombre de
androide de La Guerra de las Galaxias, no sé, me parecía sospechoso. No me
cuadraba, había algo que me sonaba a estafas anteriores. COVID19 ¿A quién se le
habría ocurrido un nombre tan estúpidamente cinematográfico? Así que, dicho y
hecho, me puse a investigar.
Lo primero que hice fue
consultarlo con personas a quienes yo consideraba con una cierta autoridad
moral, con una cultura digna de ser tenida en cuenta a la hora de elaborar conclusiones.
Recurrí a amigos, familiares, profesores y hasta a mi monitor de boxeo. Uno a
uno, les fui formulando mi pregunta directamente y sin rodeos: “¿Es verdad que
el coronavirus son los padres?”. Y mi sorpresa fue mayúscula cuando
absolutamente todos tuvieron la misma reacción: se rieron, celebraron la
ocurrencia y no me contestaron. Como quiera que esa actitud me recordara a
otras conspiraciones anteriores, ya perdidas en el tiempo lejano de mi infancia,
me reafirmé, tanto en mis sospechas como en mi decisión de llegar hasta el
fondo de la cuestión.
A continuación, me puse a
procesar toda la información procedente de los medios de comunicación, cosa que
no fue difícil pues era de lo único que hablaban. Por el contrario, he de decir
que la cosa resultó especialmente tediosa, pues repasarse decenas de páginas de
periódicos y decenas de horas diarias de radio y televisión, todas ellas
diciendo exactamente lo mismo, es una prueba de paciencia, si no de valor. Pero
al final, mi constancia tuvo su recompensa y di con la clave de la cuestión: de
manera recurrente, en todos los medios se decía y se insistía en que los perros
no transmitían la enfermedad, ni podrían transmitirla de ninguna manera. El
argumento, que como el coronavirus era un bicho que atacaba única y
exclusivamente al ser humano, nunca podría alojarse en un perro. Dicho eso, te instaban
a que cuando llegases a casa, te quitases los zapatos y los desinfectases
porque habías pisado el suelo, y en el suelo sobrevive perfectamente el
coronavirus. Que además te quitases la ropa y la lavases a sesenta grados centígrados,
porque el coronavirus podía viajar por el aire y alojarse en tu chaqueta
preferida. Que en ningún caso se te ocurriese tocar la baranda del metro,
porque la baranda del metro es un cultivo inmejorable para las ansias de
supervivencia de nuestro pequeño amigo. Que permanecer en una habitación con
más de tres personas, fuese el que fuese el tamaño de la habitación, era una
apuesta segura para sufrir un ataque demoledor de coronavirus. Y que cualquier
trato, no ya con un enfermo, sino con un portador de anticuerpos del coronavirus,
era poco menos que un pasaporte a la eternidad.
Entonces, comencé a atar
cabos: el virus puede caer al suelo, alojarse en las suelas de tus zapatos e
invadir tu casa, pero no roza las patas de los perros. El virus, puede viajar
por el aire y arrojarse sobre cualquier víctima, alojándose entre los pliegues
de su abrigo, en las costuras de su gabardina o en el ala de tu sombrero, pero
nunca lo hará en el pelo de un perro, en su rabo ni en su hocico. El virus
sobrevive cómodamente en la baranda del metro o en la barra de plástico y metal
a la que te agarras para no caerte, pero le repelen el pelo de los perros, su
piel y su saliva. Permanecer con dos personas más en una habitación, una tienda
o un ascensor es directamente un suicidio, mientras que hacerlo que una persona
y un perro es una garantía de asepsia. Mucho mayor si se hace sólo con el perro,
claro. Y, por último, cualquiera que haya tratado con un enfermo de coronavirus
debe ser inmediatamente puesto en cuarentena, siempre que no sea un perro.
Definitivamente, o el
coronavirus son los padres, o hay un miedo bastante fundado a que esos
presuntos amantes de los animales, esos que quieren más a su perro a que a las
personas, esos que se gastan fortunas en veterinarios, juguetes y tratamientos
de belleza para sus mascotas, empiecen a abandonar o a matar a sus fieles
amigos. Pero qué digo, seguro que son los padres.
Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro
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