¿Dónde vas, izquierda? ¿No ves
la crisis? No me refiero a la crisis sanitaria que padecemos. Ni siquiera a la
crisis económica que ya ha generado y que, muy probablemente, nos va a hacer
ver cosas que creíamos que ya nunca veríamos. La crisis que me preocupa en este
momento es la crisis institucional que estamos viviendo y que, al amparo de las
otras dos, está avanzando a pasos agigantados. Entre otras cosas, porque no es
una degradación o un deterioro natural de las instituciones, sino un proceso
meticulosamente planeado y ejecutado por quienes han estado y están ahora mismo
en el poder. Y desde el poder es muy fácil desmontar la estructura de un
estado, sea el que sea. Por eso se llama poder, entre otras cosas.
Siempre he presumido de
liberal y, lo que es más importante, de haber tenido amigos de todas las
tendencias e ideologías, excepto naturalmente, de aquéllas que se dicen
“ideologías” y no son más que el soporte de alguna banda de secuestradores o
asesinos. He presumido digo, de haber debatido de todo con amigos o con desconocidos,
y de no haberme enfadado jamás con nadie por sus ideas. Ni enfadado, ni picado,
ni molestado… Y si alguna vez alguien ha malinterpretado mis palabras, o mi
falta de elocuencia ha dado lugar a alguna suspicacia, nunca me han dolido
prendas en pedir disculpas. Más aún, como me gusta debatir, he encontrado foros
en internet dónde durante años he podido debatir en libertad, con respeto y sin
insultos. Pero últimamente, parece que eso es cada vez más complicado. En muchas
de estas personas, he notado una radicalización extrema. Donde antes oía
argumentos, ahora oigo insultos; dónde antes se referían a “la derecha”, ahora
hablan de fascistas, franquistas, intransigentes y últimamente de “cacerolos”.
Es decir, para la mayoría de la izquierda radicalizada, el único espacio democrático
es el socialismo, el comunismo y el separatismo. Todo lo demás es fascismo y no
sólo no tiene derecho a protestar, sino que merece ser insultado
sistemáticamente.
Como quiera que pertenezco a
la generación que de jóvenes fuimos radicales de un lado u otro, y que tuvimos
que aprender a convivir. Y que lo hicimos siguiendo el ejemplo de aquéllos que
se habían tiroteado en los campos de batalla, que entonces decidieron abrazarse
y perdonarse. Que nos enseñaron que es posible pensar distinto y querer lo
mismo, y que el respeto es el arma más poderosa para hacerse entender. Desde
entonces tengo asumida esa mentalidad, y estoy hablando de los años ochenta del
siglo pasado. Pero resulta que no hace tanto, en unas circunstancias nada claras,
llegó al poder un sujeto inquietante, taimado y nada tranquilizador llamado
José Luis Rodríguez. Inmediatamente, se puso manos a la obra para desmontar
pieza a pieza, toda la estructura de ese régimen de conciliación entre españoles,
que estaba pensado para que todos mirásemos juntos al futuro. Su principal
“aportación” fue la llamada Ley de Memoria Histórica, cuyo fin era desmontar
todo el sistema político de la Transición, basado en la reconciliación de los
españoles, y volver a enfrentarnos unos con otros. Después de él, vino otro
tipo no menos inquietante llamado Mariano Rajoy, que no sólo no hizo
absolutamente nada por revertir la situación, sino que se dedicó a alentarla. Y
lo hizo, no sólo no tocando una sola coma de esta y otras leyes. Además,
permitió y alentó la creación de un movimiento de ultraizquierda que venía,
apoyado desde el extranjero, a rebasar por la izquierda al Partido Comunista,
que en su día había asumido los presupuestos pacíficos y conciliadores de la
Transición. El mismo Partido Comunista que había luchado contra la dictadura
desde dentro, desde las fábricas, desde las universidades y desde las parroquias.
El mismo que había puesto los muertos y los presos. Lo promocionó, lo financió,
puso un par de canales de televisión a su servicio y consiguió radicalizar a
toda la izquierda española. A la vez, continuó con la política de su predecesor
de dar entrada en las instituciones a la banda terrorista que, hasta entonces,
se había dedicado a asesinar a todo tipo de representantes de esas mismas
instituciones. Y lo hizo incluso, por encima de una sentencia del Tribunal
Supremo. Hecho esto, sencilla y llanamente entregó sin discutir el poder a una
coalición de la izquierda, la ultraizquierda y el separatismo, aún a sabiendas
de que estaba dejando en tierra de nadie a su propio partido, y se marchó a su
casa.
Cada cuál puede interpretar de
la manera que le parezca más oportuna estos hechos, sus motivos o sus
consecuencias. Pero desde luego, estas consecuencias son dramáticas: hoy en día,
hay una polarización en la sociedad española muy, muy preocupante. Hay temas de
los que es mejor no hablar, según quién esté delante. Personas con las que
nunca hubieras pensado que discutirías, a las que te encuentras defendiendo al
pueblo oprimido de tipejos como tú. Gente que siempre había argumentado
brillantemente, soltando consignas de reality show. Y lo que es peor,
esta polarización es idéntica a la que, durante años y decenas de años, se ha
ensayado con éxito en los territorios dónde hoy día, el nacionalismo es una
apisonadora incontestable. Dónde ser señalado es síntoma de graves problemas y
hasta de ser expulsado de la sociedad. La buena noticia es que, en Cataluña que
es uno de esos territorios, ya hay contestación y no tienen pinta de ir a
callarse ahora. La mala, que la última vez acabamos a tiros.
Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro
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