viernes, 21 de abril de 2017

El tonto del móvil

Imagínese usted las siguientes situaciones: Primera, usted acaba de tener un accidente en la carretera, su familia permanece dentro del coche y usted lo abandona para pedir auxilio. Se para un coche del que baja un ciudadano que, lejos de prestarle ayuda, saca su móvil y empieza a filmar los cristales rotos, la cara de sus hijos y los chorreones de sangre. Segunda, se ha iniciado un fuego imparable en su oficina y corre usted a la salida de emergencia. Sin embargo, se la encuentra bloqueada por varios de sus compañeros que, en lugar de precipitarse por la escalera abajo, se han quedado a filmar el incendio con sus móviles. Y tercera, es usted el capitán de un barco al que se ha abierto una gran vía de agua y se está hundiendo. Es usted consciente de que debe ser el último en abandonar el barco, pero no puede hacerlo porque algunos pasajeros están apurando hasta el último minuto antes del hundimiento, para inmortalizarlo con sus teléfonos móviles.

Ahora vayamos a una situación real: ayer mismo salía en televisión, en directo, cómo los policías franceses desalojaban los Campos Elíseos conminando a los peatones a abandonarlos, mientras estos se resistían para poder inmortalizar con sus teléfonos la escena de sus compañeros recién asesinados. Para aquella banda de energúmenos, lo importante no era que otro energúmeno peor que ellos acabase de descerrajar dos tiros a un par de agentes. A dos agentes cuyas mujeres e hijos les esperaban esa misma noche a cenar en casa, para hablarles sobre sus problemas, sus notas del colegio o la factura del seguro. No, lo importante, lo que hacía importantes a esos dos agente sobre sus compañeros que ahora les mandaban desalojar los Campos Elíseos, era que se desangraban tirados en el suelo como perros, en una postura imposible. Y eso amigo, esa escena en primicia en mi Facebook o en mi Instagram, puede llegar a darme miles de visitas y miles de “megus”. Es mi minuto de gloria y no pienso renunciar a él. Ni aunque algún estúpido aguafiestas publique un artículo en su blog, diciendo que soy un carnicero de mierda. Después de todo, a él le leerán como mucho dos mil personas y a mí muchísimos miles más. Envidia es lo que tiene.


Vivimos en una sociedad absolutamente despreciable. Una sociedad en la que tenemos de todo y, lo que es mejor, la capacidad de alcanzar todo aquello que se nos antoje. Más todavía, no solo la capacidad sino el derecho de alcanzarlo gratis si otro lo ha alcanzado, aunque haya sido luchando. Pero es que no vale con tenerlo todo, además hay que demostrar que lo tenemos. De nada me vale tener el mejor coche si no puedo aparcarlo en mi plaza de garaje para que lo vea todo el vecindario; de nada me vale -o más bien no me interesa- visitar París si no me hago un selfie ante la torre Eiffel, Londres si no me lo hago ante el parlamento o Nueva York si no salgo de pareja en mi cámara con la Estatua de La Libertad. No tenemos amigos, no tenemos familia, no disfrutamos de una tertulia, de una comida ni de un libro. Tenemos imágenes. Cientos, miles de imágenes que no hacen más que demostrar lo solos que estamos. Y, lo que es peor, lo solos que nos morimos, cuando nuestro cadáver solo sirve para que un imbécil nos saque una foto con su móvil y la ponga en su Facebook. Eso sí, con un lacito negro para que se vea que es solidario. Qué asco, hijo.

Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro

martes, 11 de abril de 2017

De celebraciones y muertos

Desde que alguien se empeñó -y está a punto de conseguir- borrar todo rastro, todo signo y toda manifestación religiosa en la calle, hemos asistido a curiosos fenómenos de imitación o sustitución de los mismos. Unos más o menos ridículos, otros más o menos patéticos y otros, cuando menos sorprendentes. Entre los primeros, los ridículos, sin duda están las llamadas “primeras comuniones o bautizos civiles”, así llamadas porque algún concejal o alcalde de estos llamados “del cambio”, celebra una especie de bienvenida a la ciudadanía de un pobre niño que no sabe qué puñetas hace allí. O sencillamente, al que sus padres le han explicado que si quiere regalos y fiesta, como los otros niños de su clase, tiene que ingresar en la comunidad de ciudadanos. Pero no le explican que su condición de ciudadano la tiene inherente a su condición de persona, por el solo hecho de haber nacido donde ha nacido, y no porque se la otorgue ningún concejal de pueblo. Y a pesar de los padres que le han tocado, añadiría yo. De los segundos, los patéticos, no digo nada. Me limito a transcribir la letra de una conocidísima canción de Joaquin Sabina:

Amargo como el vino del exiliado,
como el domingo del jubilado,
como una boda por lo civil…”

Y es que cuando uno va a una boda en un ayuntamiento o en un registro, y ve a esas parejas, a esas familias y a esos amigos, intentando hacer que la boda civil se parezca lo más posible a la religiosa, pero sin bendiciones… Otra cosa distinta son aquellas bodas civiles, con aspecto de ceremonia civil y sin más pretensiones que ser una ceremonia civil. Tan respetables como cualquier otra, por supuesto. Faltará más.

¿Pero y los ritos funerarios? A pesar de que ahora y siempre ha sido posible tener en España un entierro de cualquier religión o simplemente civil, asistimos a la aportación creativa de los que, queriendo dejar claro que no creen, quieren que su muerto llegue todavía más allá del Más Allá. Desde ceremonias célticas, guanches o carpetovetónicas para deshacerse de las cenizas, hasta guardar las cenizas en casa. Porque esa es otra: ahora dice Su Santidad que para aquéllos cristianos que decidan incinerarse, es obligatorio guardar les cenizas en camposanto ¿Entonces para qué me incinero yo, Santidad? Si lo que quiero es que mis cenizas deambulen libres por… bueno, eso ya lo sabe quien lo tiene que saber ¿No será que se está resintiendo el negocio de cobrar más de mil euros por levantar una lápida? Bueno, doctores tiene la Iglesia. Espero no condenar mi alma para toda la Eternidad, por un quítame allá esas pajas. Y si no, qué le vamos a hacer, seguro que conozco mucha gente en el Infierno. No nos desviemos. Si hay algo que realmente te hace sentir que andas por los caminos de una selva dominicana, haitiana o malaya, son las capillitas. Doblas una curva en un puerto, junto a un precipicio y ¡zas, capillita! Tomas una recta en La Mancha, de esas en las que puedes ponerte a doscientos cincuenta kilómetros por hora con el coche y ¡zas, capillita! Cruzas un semáforo para peatones en La Castellana o Velázquez y ¡zas, capillita! Las capillitas normalmente consisten  en un ramo de flores resecas -no secas- mal atadas con una cinta adhesiva a un árbol. Pero no se crea usted, que la cosa se puede sofisticar mucho: hay capillitas con velas, con mensajes, con imágenes ¡y hasta con ositos de peluche! Qué le vamos a hacer, tendrá que ser así.

Recuerdo que la primera vez que vi las capillitas fue en Grecia, allá por los años ochenta. Al principio no entendíamos nada, pero a base de transitar por las carreteras griegas, comprendimos lo que las capillitas indicaban: ante la ausencia casi total de señales, el número de capillitas te daba idea del peligro que podían tener un cruce, un cambio de rasante o una curva. Y es que los griegos serán lo que sean, pero prácticos, lo que se dice prácticos, lo son desde hace cuatro mil años. Además, sus capillitas sí son religiosas, que los ortodoxos otra cosa no pero cumplidos, son más cumplidos que un portugués. Aunque luego voten a Syriza.


Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro