lunes, 5 de julio de 2021

DICTADURAS

 

Todas las dictaduras que han existido en Europa y América, desde el siglo XIX, tienen una sola cosa en común: se han impuesto en nombre de un bien superior, de una patria, de una religión, del proletariado, de un pueblo oprimido, de un territorio dividido o incluso de un idioma. En todos los casos, ese bien superior está por encima del individuo, hasta el punto de que el sujeto de derecho, aquello para lo que se legisla y el titular de los derechos, no es el individuo sino ese supuesto bien supremo. Por tanto, la libertad, la propiedad y en muchas ocasiones hasta la propia intimidad familiar de cualquier persona, están supeditadas a los designios y a las necesidades de tan indefinido fin. Designios y necesidades que, por supuesto, determinan unos pocos que a su vez son los que detentan el poder. Los que, en nombre del pueblo, de Dios o de la patria, le explican al ciudadano lo que necesita y se lo dan. Es momento para hacer un paréntesis y explicar la diferencia entre súbdito, aquél que es gobernado con o sin su consentimiento; y ciudadano, aquél para quien se gobierna en pie de igualdad con todo el resto de sus conciudadanos, para quien se legisla y quien tiene la capacidad de determinar periódicamente quién ha de hacerlo.

Pues bien, cualquier europeo, norteamericano y casi todos los suramericanos hoy en día, afirmarán sin ningún tipo de duda que esa pesadilla de las dictaduras está definitivamente erradicada de nuestro territorio, al menos desde hace más de treinta años. Desde que cayó el Muro de la Vergüenza, como siempre se llamó y que ahora no era nada más que de Berlín. ¿Pero podemos afirmar esto tan categóricamente? Vamos a verlo. Hemos dicho que para que exista una dictadura hace falta, en primer lugar, una élite de poder que es quien determina qué leyes se hacen, con qué objeto y para quién. Y en muchos casos también, contra quién. Pues bien, esa élite no solamente existe en la inmensa mayoría de los países europeos, en forma de dos grupos aparentemente distintos que se alternan en el poder, sino que además se ha constituido en un estadio superior, a escala continental. Son los famosos eurócratas. Si nos ceñimos a España, esa élite se ha tambaleado últimamente con la aparición de alternativas distintas, pero parece que ahora pueden volver a encontrar su sitio. Un sitio en el que haya una serie de dogmas y principios intocables, de los que vamos a hablar ahora.

Y es que esos dogmas y esos principios, constituyen el bien superior para el que se ha de legislar y al que los ciudadanos deben estar sometidos. Ese que está por encima de ellos y el que siempre ha justificado las dictaduras. El mismo que justifica que no todos los ciudadanos seamos iguales ante la Ley, que es el principio único de la Democracia. Sino que seamos más o menos iguales, según el lugar en el que hayamos nacido, según la raza o religión que tengamos, según nuestras inclinaciones o apetencias sexuales, o incluso según nuestros intereses o nuestros derechos puedan perjudicar los de algún poderoso. No se le ocurra a usted edificar o trazar un camino en su propiedad si esto no le conviene a un poderoso, porque entonces le acusarán a usted de querer masacrar a toda la población mundial de sisón comegüevos ibérico, que anida justo allí.

Es lamentable decirlo, pero ahora mismo en Europa no existe una Ley igual para todos. Desde hace ya unos cuantos años, se hacen legislaciones específicas para grupos sociales o políticos distintos, porque ellos lo valen, parece ser. O porque son acreedores de mejores derechos que los demás. Una puñalada no es la misma si la recibe un inmigrante, un gay, una mujer o un miembro de según qué partido político, que si la recibe alguien que no pertenece a ninguna de esas élites.  Ni lo es una amenaza, ni un acoso. Si te roban tu casa, reza para que no sea nadie de la casta privilegiada por la Ley Penal, porque si no, te quedas sin ella. Por supuesto, si algún (o alguna) miembro de la casta privilegiada te acusa ante un juez de los peores crímenes, procura no perder tu dinero en una buena defensa jurídica, porque no te va a valer de nada. No solo no le hace fata aportar pruebas, sino que las tuyas no serán tenidas en cuenta.

Los alemanes en general no odiaban a los judíos, pero nadie quería ser acusado de defensor de los judíos. Lo mismo pasaba en la Unión Soviética con los burgueses explotadores, en la Cuba castrista con los norteamericanos o en la Argentina, la España o el Chile de los años 70 con los comunistas. Pero lo peor no es que hayamos “avanzado” un siglo y medio hacia atrás, justo al momento anterior a la Revolución Francesa. Lo peor es el silencio culpable y ovino de la inmensa mayoría. Por eso ganan siempre.