Vaya por delante que uno no
es un misógino, ni mucho menos un talibán ni un fundamentalista. Vaya sobre
todo por delante que tengo mujer y una hija, aparte de un hijo adorable. Y que
como hijo, marido y padre, hay pocas cosas que más me repugnen en esta vida,
que esa gentuza que se vale de su posición preeminente, de su poder o de la
debilidad de la otra persona para obtener favores sexuales. Que no entiendo
cómo nadie puede disfrutar humillando a otra persona y que no los considero
enfermos, como suelen decir los bienpensantes, sino auténticos hijos de mala
madre, alimañas dañinas y gentuza que tiene que vivir fuera de la sociedad. Vaya
además por delante que ni conozco, ni tengo la más remota idea de ninguno de
los casos que, como cerezas del frutero, están saliendo sobre las distintas
actrices de Hollywood y algunos productores espabilados. Algunos habrá
realmente sangrantes. Otros, cuando
menos curiosos.
Dicho esto, tengo un par de dudas.
Lo primero que me pregunto, es por qué este tipo de abusos solamente les ha
ocurrido a mujeres. ¿Será que no hay ni ha habido nunca homosexuales en Hollywood?
¿Que haberlos, haylos, pero que a ninguno de ellos se le han cobrado favores
sexuales a cambio de papeles en las mejores películas? ¿O que el abuso no es
tal abuso, ni la humillación es tal humillación porque eran hombres? Porque
claro, a la humillación de prestarse a tener sexo con alguien a cambio de una
oportunidad de trabajo, habría que añadir la doble humillación de aquellos que
han tenido que pasar por la cama de un productor, sin haberlo catado antes. Y
no se me diga que a las mujeres les ha podido pasar igual. Todavía no hay
ninguna productora denunciada por ninguna actriz. Ni productor denunciado por
ningún actor, también es verdad. La segunda duda es ¿Han tenido que pasar por
semejante calvario todas las actrices -y solo las actrices- que han triunfado
en Hollywood? Lo digo porque, en tal caso, habrá muchas que después de haber
sido humilladas y vejadas se habrán tenido que volver a su rancho de Kansas con
el rabo entre las piernas (y pido perdón por tan inoportuna expresión).
Desde que el mundo es mundo,
el que reparte el bacalao, el que tiene la llave de la despensa o la capacidad
de repartir mercedes, se ha servido de su posición para obtener beneficios
adicionales. Uno de ellos, quizá el más frecuente, ha sido el de derribar las defensas de la fortaleza que deseaba asaltar. Siempre ha habido jueces
prevaricadores, curas simoníacos, reyes perjuros y corregidores untados. Los
que llevamos décadas en el mercado de trabajo, conocemos por experiencia o por
referencia, muchos casos de puestos de trabajo obtenidos, por decirlo de la
manera más suave posible, por debajo de la mesa o mordiendo la almohada. Tanto
ellos como ellas. Hasta aquí, nada nuevo y nada que objetar: Quien se ha
querido prestar, ha recibido a cambio sus treinta monedas y aquí paz y después
gloria. Cuánto menos si se trata de un empleo para el que no hace falta
prácticamente cualificación alguna, ni casi formación previa. Un empleo en el
que además de cobrarse ingentes cantidades de dinero, te da paso a un mundo de
lujo, derroche y esplendor con el que jamás habrías soñado en tu pequeño rancho
de Kansas. Un mundo además, al que llegas después de miles de puñaladas,
traiciones y engaños.
Personalmente, no me parece
mal que cada cual utilice todas las armas que la vida pone en sus manos, para
alcanzar sus objetivos. Creo que mi moral no es exportable, nada más que a mis
hijos, que cuando sean mayores harán con ella lo que estimen más oportuno. Creo
que si te metes a competir por un objetivo, debes saber con quién estás
compitiendo y cómo se juega a ese juego. Si te metes y pierdes, mala suerte.
Otra vez será. Pero si te metes, utilizas todas tus armas, juegas al mismo
juego que el resto, y después de dejar decenas de cadáveres en el camino,
ganas, no vengas encima a cobrarte venganza de quien prefirió tus trucos a los
de otra. Otra que a lo mejor te dejó pasar porque no quería arrastrarse tanto
como tú. Eso no está bien, creo yo.
Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro