martes, 22 de enero de 2013

Tiempos y costumbres: No se aplaude en un entierro


Desde que en el mundo, en nuestro mundo al menos, se han perdido las referencias morales por considerase algo anticuado, obsoleto o pura y simplemente una rémora, las cosas han ido mucho peor. O por lo menos esa es mi opinión, aunque solo soy un espectador más. A ver si pongo este toro en suerte. No es que yo vaya a decir aquí que hay que volver a leer a los niños en los colegios las vidas de santos, vidas ejemplares, etc. Lo que sí digo es que hay que educar enseñando que existe el bien, el mal, lo correcto y lo reprobable. Y para eso, en lugar de relativizarlo todo, hay que marcar referentes o ejemplos. Que los buenos no tienen por qué ser los míos oiga, que puede haber muy distintos matices o visiones. Pero, no obstante, tiene que haber unas normas básicas comunes de comportamiento, orientadas primero a la convivencia y al respeto mutuo, pero además al recto comportamiento individual. Y no hay que tener complejos, qué demonios, que parece que si educas a un niño o exiges un comportamiento digno a un adulto eres un retrógrado.

Pues ya está bien, hasta aquí hemos llegado. Entre otras cosas, porque después de años y años con esa mentalidad paleto-acomplejada-setentañera no se ha demostrado que los niños y los jóvenes no necesiten asimilar su comportamiento al de alguien. Todo lo contrario, han continuado imitando modelos, pero los que ellos han escogido a falta de referencias. ¿Y cuáles son esos modelos? Pues mire usted, los peores posibles: los actores, pero no en su faceta artística o profesional sino en su particular vida desenfrenada y hedonista; los futbolistas, pero no en su faceta deportiva sino en su faceta de estrellas del espectáculo; los músicos, pero no por su creatividad sino por sus pataletas de niño mimado. Hay otros muchos “modelos”, pero sería largo enumerarlos y clasificarlos aquí. En general, lo que tienen todos ellos en común es el enriquecimiento súbito de un don nadie que, a la vista de lo que ha tenido que pasar para llegar a donde ha llegado, exige sumisión al resto del mundo y que le rían las gracias o aplaudan sus excentricidades. Estas “excentricidades” se llaman desmanes o estupideces si las realiza cualquier otro mortal. Y una segunda cosa que tienen en común es la necesidad del aplauso, su única recompensa, la que mide el valor de su trabajo y la que, en definitiva, pone precio a su imagen. Por eso lo valoran tanto. Y por eso están todo el día aplaudiéndose unos a otros.

En estas circunstancias y teniendo en cuenta que, como hemos visto, las normas de conducta y de educación se han difuminado, el comportamiento en cualquier acto público se ha asimilado al del espectáculo. Y hasta extremos insufribles, que hay pocos numeritos más esperpénticos, ridículos y bochornosos que el paso de un féretro entre palmas, gritos y ovaciones. Secuestran a una pobre niña, la violan, la matan y tiran su cuerpo a un vertedero; y cuando la llevan a enterrar, la gente aplaude ¿es que les ha parecido bien? ¿es que les gusta el espectáculo? ¿o es que esperan que se levante la víctima y salude? Lo mismo podemos decir de un joyero asesinado; de una mujer muerta a palos por su marido, su “pareja”, su rufián, su amante o su querido; o de un bombero muerto en acto de servicio. Igual me da. Ante cualquiera de esas circunstancias lo único que se puede hacer, lo que exigen la educación,  el buen gusto y la convivencia, es un respetuoso silencio. Y descubrirse, por cierto. Que si ya da vergüenza ver gente tocando las palmas al paso de un cortejo fúnebre, encima hay que ver al idiota de la visera, que es incapaz de descubrirse ante una de las pocas cosas ante las que todavía debe uno descubrirse.

¿Y quién me mandará a mí andar tirando moneditas al aire, como esta de la educación de los hijos, teniendo en casa dos adolescentes? Si es que no aprenderé nunca…

Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro

martes, 8 de enero de 2013

Guardas de los de antes

Por fin este Fin de Año, después de muchos años intentándolo y a pesar de decenas de compromisos ineludibles, he podido tomarme las uvas en La Granja. Aunque no en la plaza como me hubiera gustado, que a las doce menos cinco llovía con bastante mala intención. Dicen los que sí bajaron que paró justo para las campanadas, pero en fin. A mí eso me suena más bien al “hasta ayer, un tiempazo”, que te dicen siempre que llegas a una playa del Norte y no para de llover. Tampoco se me ocurrió bajar a la fiesta del Tiro, que pendencias y diversiones son para la gente joven. Aparte de eso, creo que no empezaba hasta las dos y a este hijo de Adán a las dos de la madrugada lo encontrará durmiendo quien lo busque.
Pues a pesar de todo eso, pienso repetir en los próximos años. Si puedo, claro. Pero no precisamente por la fiesta y la jarana, que es justo de lo que huía cuando abandoné Madrid sin volver la vista atrás, por miedo a convertirme en estatua de sal. Todo lo contrario, por la sensación de paz que da pasearse el día de Año Nuevo a primera hora de la mañana por Los Jardines. Sin nadie, contemplando la sorprendente igualdad de color entre las estatuas de las fuentes recién pintadas en su color original y la pared vegetal de carpe o haya blanca, ahora de un rojo ladrillo casi igual al de las estatuas. Por la tranquilidad de dar la vuelta al Mar solo, sin ver a nadie y respirando el aire húmedo y helado. Por volver a oír otra vez, después de mucho tiempo, el sonido de las propias pisadas. Por escuchar las cascadas correr entre el robledal. Música de la de verdad. Y hablando de música, además tuve la suerte de poder ver el final del concierto de Año Nuevo de Viena, en la macro-cojo-súper-televisión del bar El Vidriado, con un vino en la mano… ¿Para qué tanta fiesta?
Pero como nunca nada puede ser perfecto volví a toparme con ellos. Y es que, quieras o no quieras, vayas el día que vayas y a la hora que vayas, nunca podrás dejar de encontrarte un coche aparcado o, lo que es peor, circulando tranquilamente por Los Jardines. Con unos guardas perfectamente uniformados, eso sí, pero con un uniforme bastante apto para su función, que no es otra que la de pasear en coche por Los Jardines. Porque esa es otra, como tuvieran que bajarse del coche y recorrer doscientos metros en camisa blanca de manga corta y mocasines no iba a ganar el Patrimonio para bajas médicas. Pero claro, más que probablemente estaremos hablando de una empresa subcontratada, que hasta para administrar el Patrimonio Nacional hay que haber hecho un master y ya se sabe: hay que optimizar recursos.

Me pregunto qué pensarán al verlos los viejos guardas del Patrimonio. Aquéllos que se recorrían Los Jardines varias veces por el día y otras tantas por la noche. Los que, con un par de botas de cuatro kilos cada una, un uniforme de pana no más ligero, una carabina al hombro y una banda blanca al pecho con una placa de bronce, se subían de Los Baños de Diana al Mar en cinco minutos para abrir una llave de paso. O se atravesaban Los Jardines de un salto en plena noche porque oían ruido por La Puerta del Campo. Los que andaban ligeros como los corzos a los que cuidaban, conocían y mimaban, con la nieve hasta las rodillas. Recuerdo con especial cariño a uno que hacía el turno de tarde en la garita que había en el Medio Punto. Le llamábamos JP porque, cuando nos dedicábamos a torearle metiéndonos dentro de la sequoia más grande, La Reina, nos perseguía a gritos llamándonos Jodíos Polculo. Evidentemente si no nos cogía era porque no quería, aunque malas pulgas no le faltaban.
Con todo esto no quiero decir que la guardería de ahora no sea más racional, que a lo mejor lo es. Lo que sí digo es que se ha perdido una parte importantísima de los Jardines. Que ahora los guardas nos son parte de ellos sino algo externo. Ni mejor ni peor, distinto. A mí particularmente me gustaba más cómo era antes, pero entiendo que haya quien encuentre este sistema más eficaz. Incluso a lo mejor lo es. Pero lo de los coches aparcados o paseando por Los Jardines, por favor que alguien les diga algo.
Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro