Si uno repasa la inmensa
cantidad de libertad que hemos perdido desde que los que fuimos jóvenes en los
ochenta y los noventa dejamos de serlo, le dan ganas de coger un garrote y
liarse a garrotazos. En nombre de la Santísima Trinidad Progresista (Pacifismo,
Ecología y Feminismo), han segado una a una todas nuestras costumbres, desde el
más pequeño detalle hasta las iniciativas particulares más elementales. Desde
comer con un salero y una botella de aceite encima de la mesa, pasando por
fumar donde te diera la gana, con la única limitación de respetar a menores, enfermos,
personas mayores y espacios cerrados; a que te prohíban comprarte el coche que
te dé la gana, si puedes pagarlo. Antes que alguien me suelte los perros, aclaro
que no estoy defendiendo la imposición de los fumadores sobre los no fumadores,
sino la libertad de elegir. Por ejemplo, que el dueño de un restaurante sea
quien decida si se puede fumar o no se puede fumar en su local, asumiendo las
consecuencias sobre su facturación. Asunto suyo, en todo caso. Y que sea el
cliente quien decida si entra o no entra en su local. No parece tan difícil.
Pero esto no va de poder fumar
en los bares, es algo mucho más grave: es el auténtico Gran Hermano. No el de
encerrar a unos cuantos jóvenes en una casa para mirar cómo copulan, sino el
que describió George Orwell en su novela “1984”. El de un estado omnipresente
que te vigila en la calle, en el trabajo, en la playa y hasta en tu propia
casa. Ese que te obliga a auto censurarte: a no decir, a no ver, a no oír, a no
hablar, a no mirar… por si acaso. Y es que, si hay algo más insoportable y
humillante que la censura, es la auto censura, el hacerte tener miedo de ti
mismo, de no pensar como “debes” pensar. Algo tan humano como decir que no
quieres que tus hijos sean educados en unos principios que ni compartes ni te
perecen correctos, y que además encuentras nocivos para ellos. Que le puedan
decir a tu hijo de diez, once o doce años que lo que realmente le pasa es que
se siente mujer. O a tu hija de catorce que es un bicho raro porque todavía no
se ha acostado con nadie. Que cualquier profesor o profesora mamarrachos, les
puedan poner la cara colorada delante de sus compañeros, porque en una
redacción cuenten lo orgullosos que están de haber ido por primera vez de caza
con su padre o a los toros con su abuelo. O de que su bisabuelo muriese en la
guerra de Cuba. Si es que todavía se hacen redacciones, que me temo que no.
Hay que plantar cara a estos tipos,
que no son de izquierdas ni de derechas sino de todas las opciones políticas y
religiosas posibles. Que no son de aquí ni de allá sino de todas partes. De
toda Europa, en concreto, que es el lugar en el que con mayor motivo debemos
avergonzarnos de nuestra Historia, de nuestra cultura y de nuestras costumbres,
porque los que nunca han alcanzado nuestro nivel de civilización pueden ofenderse.
Son seguidores de ridículas pero diabólicas “agendas” en las que nos dictan
cómo, cuándo y cuánto podemos actuar. Qué podemos o no podemos hacer con
nuestras vidas, con las de nuestros hijos y con nuestro dinero; qué podemos
pensar y qué podemos decir. Que dejen de escupirnos a la cara diciéndonos que
pertenecemos a una especie depredadora, que es la única que sobra en el planeta,
o que lo mejor que podemos hacer cuando alguien nos ataque, es bajar los brazos
en nombre de la paz. De una paz construida por ellos y basada en la abulia y la
cobardía de quien se cree que lo tiene todo sin tener derecho a ello, y que teme
perderlo. Que dejen de enfrentarnos a nuestras mujeres, a nuestras madres, a
nuestras hijas y a nuestras amigas, y de presentarnos ante de ellas como
violadores, acosadores y depredadores sexuales.
Ya está bien, acabamos con
ellos o ellos acaban con nosotros. Y no estoy llamando a ninguna revolución o acto violento sino a la resistencia
pasiva. A no pagar productos o servicios que se anuncien como salvadores del
planeta, por ejemplo. O productos que se anuncien presentando a un hombre
pánfilo, admirado de lo lista que es su mujer. A no ver películas donde el “protagonista”
sea un colectivo de un blanco sumiso, una pareja gay de un negro y un hispano y
una mujer listísima que lo arregla todo. Hay muchas maneras de oponerse, pero sobre
todo, eligiendo en qué nos gastamos nuestro dinero. En todo caso, deseche toda
esperanza quien crea que cambiando el Gobierno o votando a otro partido, esto
se va a revertir. No es así por dos motivos: primero, porque ya se ha demostrado
una vez que no es así; y segundo, porque es igual en toda Europa, gobierne
quien gobierne. No depende de los gobiernos, me temo que viene de más arriba.
Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro