Si alguien ha sabido, desde
los años sesenta y setenta del siglo pasado, manipular, dirigir y controlar la
opinión pública, ese ha sido el sindicato del Partido Comunista de España,
Comisiones Obreras. Y esto lo hacía de manera magistral a través de asambleas
en fábricas, institutos y universidades; o de parroquias. Ya entonces, de
manera clandestina, existían manuales para esto, que te enseñaban dónde situar
a tu gente en la asamblea o manifestación, a controlar el orden de las
intervenciones, etc. Muy, muy interesantes, la verdad. A nadie debe, por tanto,
extrañar que una coalición de partidos en la que uno de ellos está encabezado
por una sindicalista de Comisiones Obreras, hija y nieta de sindicalistas, haya
dado la vuelta a un resultado electoral que preveía su desaparición. Mientras tanto,
los otros dos partidos se apuñalaban entre sí. Allá ellos, pero no es ese el asunto
de este artículo. Sí lo es, en cambio, que uno de los recursos más utilizados siguiendo
estos manuales, entonces y ahora, para neutralizar cualquier tipo de oposición,
consistía en agrupar a todos los disidentes bajo un único adjetivo peyorativo:
fascistas, fachas, violentos, partidarios de la guerra, pagados por la patronal,
vendidos, etc. De esta manera, todo el que se sale de las directrices
ideológicas o políticas, pasa engrosar las filas de un enemigo al que hay que abatir
a toda costa. Y para eso se le señala públicamente de manera que sus
compañeros, amigos e incluso su propia familia le afeen la conducta. Y la cosa
funciona, vaya que si funciona. Lógicamente, todo este sistema de control
ideológico o de la opinión, no es original de este sindicato, aunque sí es
verdad que ellos han aportado mucho al mismo. Su origen posiblemente esté en los
movimientos revolucionarios de los siglos XVIII y XIX, pasando por la Unión
Soviética y sus terminales de manipulación ideológica en la Europa Occidental
del siglo XX: pacifismo, ecologismo, literatura, cine, universidades, etc.
Pues bien, uno de los recursos
de manual, como digo, para imponer la idea indiscutible, inapelable y hasta
dogmática, del famoso “cambio climático”, es la de tachar de negacionista a
todo aquél que se le ocurra cuestionarlo. Se dice que el cambio climático es una
realidad científicamente contrastada, pero no se dice que todo aquél científico
que ose poner en cuestión el dogma del cambio climático, no va a volver a dar una
conferencia, a ser contratado en ninguna universidad ni a publicar nada. Así,
sin más. Y todo porque va a quedar adscrito a la etiqueta de “negacionista”.
Por supuesto, todo aquél que se atreva a preguntar qué es lo que está cambiando del
clima, cómo o dónde, también será un negacionista digno de ser perseguido sin
cuartel. Todo menos contestar a esas preguntas tan sencillas. Porque aunque usted
no lo sepa porque es muy joven, esta historia del cambio climático no es
original. Se inicia en los EEUU en la época de Bill Clinton y su vicepresidente
Al Gore, quien después ha recorrido el mundo dando conferencias millonarias en
las que proyecta imágenes de terremotos, erupciones volcánicas y tormentas tropicales
para asustar al personal. Todo ello en su avión de keroseno ultra contaminante,
claro. Pues bien, entonces el origen de la destrucción (que iba a tener lugar
en 2020, por cierto) no era el cambio climático sino un tremendo agujero en la
capa de ozono que envuelve la Tierra y que los malvados seres humanos estábamos
agrandando a base de usar aerosoles. Cuando se demostró que aquello era una
tontería como la copa de un pino y que el aumento o disminución de la capa de
ozono dependía de otros factores muy diversos y ajenos al espray de su
desodorante, hubo que inventar otra cosa. El caso es que se había demostrado
que generar miedo y culpa era rentable, así que se recurrió al “calentamiento
global”: en teoría, la Tierra se estaba calentando a tal velocidad que en pocos
años nos íbamos a freír como churros en feria. Pero la Tierra, tan
indisciplinada ella, se enfrió, luego volvió a calentarse y luego volvió a
enfriarse. Es decir, siguió su ciclo normal. El hecho es que si se hablaba de algún
síntoma concreto para predecir la catástrofe, la Ciencia se empeñaba en demostrar
lo contrario, por lo que hubo que recurrir a algo más genérico, no concreto ni rebatible
por los hechos empíricos. Así que, de momento, los científicos fuera del debate.
Y a continuación buscar un argumento que siga generando la misma culpa y el mismo
miedo, por lo que diremos que “el clima” (algo muy genérico) “está cambiando”
(sin decir qué es lo que está cambiando, es decir, algo mucho más genérico).
Y al impertinente que se le
ocurra venir con pamplinas de demostraciones científicas, le colgamos el
calificativo de negacionista y que se prepare. A ver quién se van a creer que
manda aquí. Eso sí, solo se puede poner calificativo a unos, a los rebeldes, ateos
e incrédulos. Entonces, si los que se niegan a renunciar a su vida, a su
prosperidad, a su progreso y al de sus
hijos, en favor del dominio de cuatro ricachos americanos, europeos, chinos y
rusos, se llaman negacionistas ¿no habría que llamar tragacionistas a los
sumisos?