lunes, 11 de julio de 2022

Manos blancas

 

Siento que el tema que voy a tratar hoy me puede granjear muchos enemigos. Al menos, muchas desafecciones o muchas decepciones entre mis lectores habituales, que afortunadamente son muchos, y desgraciadamente pueden dejar de serlo. En primer lugar, por no respetar mi costumbre de no hablar de política, pero es que considero que este tema va mucho más allá de la política y entra en el terreno de la dignidad humana, del respeto a los derechos más elementales y de los principios. En segundo, por remar contra la corriente de o políticamente correcto. No pido perdón, pero como siempre, tengo abierto este blog para quien quiera expresar su opinión, su desacuerdo o su indignación. Jamás he borrado ninguna opinión que no incluyese faltas de respeto, opiniones ya publicadas de terceros o ridículos monigotes con gestos repetitivos. Aquí su opinión es sagrada y siempre lo será.

Y es que estos días se cumplen veinticinco años de unos hechos que, por algún motivo extraño, nuestros jóvenes no han estudiado en su bachillerato y que a alguien debería caérsele la cara de vergüenza porque haya sido así. A tres “álguienes”, o más bien o a muchos más: hablo de los tres presidentes de gobierno y de decenas de presidentes autonómicos y consejeros de Educación. De los que, en sus libros de Historia de España, han obviado los días que mediaron entre la liberación del secuestro de José Antonio Ortega Lara, después de más de quinientos días metido en un pozo en unas condiciones en las que nadie tendría a un animal; y el asesinato de Miguel Ángel Blanco, boca abajo, con las manos atadas a la espalda, abandonado en el borde de un camino perdido, aún respirando y con las mejillas quemadas por las lágrimas. Fueron días angustiosos, mucha gente lo recordará. Pero no tanta gente recordará los centenares de asesinatos y secuestros anteriores, los que día a día abrían los telediarios y los boletines de radio. Porque hasta entonces, los que nos indignábamos con los asesinatos, ya fueran de un guardia civil, de un militar, de un concejal o de un cocinero, que también los hubo, sencillamente éramos unos “fachas”. Y hasta tuvimos que correr en muchas ocasiones, acompañando a un féretro, delante de la Policía. Pero eso no hay que recordarlo porque ya no eran “los grises” de Franco, delante de los que se supone que ha corrido tanta gente. Sus uniformes eran entonces color café con leche, cortito de leche. Y sus jefes los distintos ministros de Interior de la UCD y del PSOE. Más de la UCD que del PSOE, eso también es cierto.

Cuando vi todas aquellas manos blancas, supe que habíamos perdido. El pueblo no estaba con su Policía, con su Guardia Civil, con su Ejército ni con sus jueces. El pueblo sacaba bandera blanca o manos blancas, que tanto da, se rendía. No se exigía justicia, no se llamaba a la lucha ni a la resistencia: se pedía, se suplicaba a ETA que dejara de matar. Se suplicaba al PNV que les convenciera, y a los políticos del Gobierno y de la oposición que hicieran "lo que tuvieran que hacer" para que dejaran de matarnos.

Unos niños bien intencionados o más bien un poco atolondrados, que jamás habían ido a un funeral por una víctima de ETA, que ponían los ojos en blanco cuando hablaban de Gandhi, de John Lennon o de los hippies, se indignaron por primera vez. Se creyeron las consignas chupiguáis de Verano Azul y del cine de Hollywood y decidieron actuar. Nunca lo hicieran, porque su actuación consistió en dejar de actuar, en rendirse, en suplicar, repito, la paz. Y salieron de sus aulas al campus con las manos pintadas de blanco; y de los distintos campus al centro de las ciudades; los periódicos los pusieron como ejemplo, y mucha gente les siguió.

Nadie osó decir que la paz no se suplica, que no se llora cuando alguien la viola. Que la paz hay que ganársela día a día, mes a mes y año a año con la fuerza de la Ley. De una Ley igual para todos, proclamada por el pueblo a través de sus representantes, administrada por los jueces y hecha cumplir por las fuerzas armadas y la policía. Y, sobre todo, con un pueblo que apoya como un solo hombre  a sus representantes, a sus jueces, a sus fuerzas armadas y a su policía. Nadie osó decirlo y ahora estamos donde estamos. Pero ahí sí que no quiero entrar…

Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro