Mi familia es una familia
normal, como todas las familias. Aparentemente, claro. Porque todas las
familias son aparentemente normales y luego resulta que casi ninguna lo es.
Entre otras cosas porque el concepto de “normalidad”, resulta de quitar todos
los defectos a algo y presentarlo como lo que “debe ser”, no como lo que es.
Yo soy Isidro, el mayor de
todos mis hermanos. En principio, lo de ser el mayor tiene sus ventajas pero no
se crea usted, que lo de que te estén mirando siempre con lupa es una pesadez;
así como lo de que todo el mundo quiera ser como tú… Excepto cuando las cosas
salen mal, que eres el único responsable. Mis hermanos se quieren parecer a mí,
intentan hablar como yo, contar mis chistes y vestirse como yo, pero dejando
claro que cada uno de ellos es muy distinto de mí. No lo llevo mal. Es una lata
pero, como digo, tiene sus ventajas.
Mi hermano Jordi, el
segundo, es bastante más conflictivo. Desde su adolescencia tiene problemas de
personalidad. Ya entonces decidió y consiguió que sus amigos en el colegio le admiraran
y le envidiaran, por no sé que extraña virtud que cree tener. Su obsesión ha
ido en aumento. Todo esto no sería excesivo problema si Jordi trabajara, se
ganara su sueldo y se buscase una casa para irse a vivir. Pero no. Lo que él
quiere es irse a vivir a una casa del mismo tamaño que la de mis padres, con
las mismas comodidades y la misma ubicación… y que se la paguen mis padres.
Pero es que además, con lo poco que gana, no sólo no está dispuesto a aportar nada sino que exige
cama, comida y dinero para salir. Su sueldo es para sus caprichos, por supuesto.
Claro, todo esto sería soportable si su actitud en casa fuera menos
conflictiva. Pero no, cada vez es más desagradable, más mal educado y -lo que
es peor- cada vez falta más el respeto a nuestra madre. Lo que no hace tanto
era insoportable aunque excepcional, ahora es habitual: insultos, exigencias,
desprecios… De hecho, los hermanos queremos
solucionarlo muchas veces “a nuestra manera”, aún sabiendo que sería
peor la solución que el problema. Pero es que, mire usted, eso de ver cómo
insulta a nuestra madre, cómo nos falta el respeto a todos, cómo exige sin dar
nada…. Pero ella, nada. Por más que le decimos que le ponga en su sitio, que le
deje de pagar, que le eche de casa si es necesario, nada. No nos deja
intervenir, así que a tragar. A tragar y a ver cómo se llevan nuestro dinero
sin que nadie haga nada, claro.
Begoña es la tercera.
Conflictiva, pesada y chinche desde que tiene uso de razón. Esta no es que se
crea superior, es que está permanentemente ofendida. Se cree que todo lo que
hacemos los demás es para fastidiarle a ella; y cada vez que alguno tenemos
algo, ella lo quiere, pero mejor. Y más vale dárselo porque si no lo obtiene,
va a ser el tema de conversación en comidas, cenas y reuniones, hasta que lo
consiga. Dicen que tiene un fondo noble, pero yo no se lo veo por ninguna
parte. Quizás alguna vez lo tuvo, pero es que eso es lo que tienen las malas
compañías. En el instituto se juntó con la peor especie de gentuza que había, y
la había muy mala: cuando no era una pelea, era un robo. Cuando no había que ir
a buscarla a comisaría, había que ir al hospital. Después las cosas se
complicaron y vinieron los juicios, los ingresos en prisión y hasta una reyerta
con muerto incluido. Por supuesto, mi madre nunca quiso echarle de casa: tragó,
tragó y tragó. Ya se sabe, las madres. A día de hoy, parece que con que no
vuelva a andar por donde solía, tiene derecho a todo lo demás. Muchas veces es
insoportable, pero sabiendo lo insoportable que pude llegar a ser, tiene licencia para todo.
Después vienen los mellizos:
Amparo y Santiago. Siempre han sido trabajadores y discretos. La verdad es que
casi nunca han dado la lata, siempre han cubierto el expediente y, como digo
yo, ellos se lo fríen y ellos se lo comen sin consultar a nadie. Pero claro,
como han visto que Jordi y Begoña obtienen lo que quieren a base de amenazar,
exigir y no aportar nada, ellos habrán pensado que igual ese no es un mal
sistema. Y al final, lo que pasa es que se están resabiando. Y en lugar de
tener dos personas más aportando en casa, lo que van a tener mis padres son dos
nuevas rémoras. Justo castigo a su desidia en la educación de sus hijos, creo
yo. Pero eso no se lo diría nunca a ellos. El respeto es lo más importante.
Por último están las
pequeñas, Rocío y Guadalupe. Estas, la verdad es que ni trabajan ni producen ni
aportan, pero son tan encantadoras que nadie les exige cuentas. Desde pequeñas
han sabido embaucar a mi padre con sus encantos, su buen humor y su simpatía.
Y, desde luego, teniendo los hermanos que tienen, es a ellas a quienes menos se
les puede exigir. Por otra parte, tampoco piden nada. Se conforman con lo que
tienen, se quejan un poco de vez en cuando y si
reciben algo, lo celebran. Si no, igual de bien.
Pues sí, señor: Esta es mi
familia, se llama España y cada uno de nosotros somos una parte importante de
ella: Isidro, Madrid; Jordi, Cataluña; Begoña, el País Vasco; Amparo, Valencia;
Santiago, Galicia; Rocío, Andalucía y Guadalupe Extremadura. Hay más, claro,
pero al final todos somos hijos del mismo padre y la misma madre. Todos con nuestros
defectos comunes y cada uno con sus virtudes particulares, como en las demás
familias. Nada que no haya pasado toda la vida, desde luego. Pero en mi humilde
opinión, las familias que permanecen unidas llegan mucho más lejos que las que
no lo hacen. Si no, mire usted a su alrededor.
Gonzalo rodríguez-Jurado Saro
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