lunes, 29 de mayo de 2017

Mi familia

Mi familia es una familia normal, como todas las familias. Aparentemente, claro. Porque todas las familias son aparentemente normales y luego resulta que casi ninguna lo es. Entre otras cosas porque el concepto de “normalidad”, resulta de quitar todos los defectos a algo y presentarlo como lo que “debe ser”, no como lo que es.

Yo soy Isidro, el mayor de todos mis hermanos. En principio, lo de ser el mayor tiene sus ventajas pero no se crea usted, que lo de que te estén mirando siempre con lupa es una pesadez; así como lo de que todo el mundo quiera ser como tú… Excepto cuando las cosas salen mal, que eres el único responsable. Mis hermanos se quieren parecer a mí, intentan hablar como yo, contar mis chistes y vestirse como yo, pero dejando claro que cada uno de ellos es muy distinto de mí. No lo llevo mal. Es una lata pero, como digo, tiene sus ventajas.

Mi hermano Jordi, el segundo, es bastante más conflictivo. Desde su adolescencia tiene problemas de personalidad. Ya entonces decidió y consiguió que sus amigos en el colegio le admiraran y le envidiaran, por no sé que extraña virtud que cree tener. Su obsesión ha ido en aumento. Todo esto no sería excesivo problema si Jordi trabajara, se ganara su sueldo y se buscase una casa para irse a vivir. Pero no. Lo que él quiere es irse a vivir a una casa del mismo tamaño que la de mis padres, con las mismas comodidades y la misma ubicación… y que se la paguen mis padres. Pero es que además, con lo poco que gana, no sólo  no está dispuesto a aportar nada sino que exige cama, comida y dinero para salir. Su sueldo es para sus caprichos, por supuesto. Claro, todo esto sería soportable si su actitud en casa fuera menos conflictiva. Pero no, cada vez es más desagradable, más mal educado y -lo que es peor- cada vez falta más el respeto a nuestra madre. Lo que no hace tanto era insoportable aunque excepcional, ahora es habitual: insultos, exigencias, desprecios… De hecho, los hermanos queremos  solucionarlo muchas veces “a nuestra manera”, aún sabiendo que sería peor la solución que el problema. Pero es que, mire usted, eso de ver cómo insulta a nuestra madre, cómo nos falta el respeto a todos, cómo exige sin dar nada…. Pero ella, nada. Por más que le decimos que le ponga en su sitio, que le deje de pagar, que le eche de casa si es necesario, nada. No nos deja intervenir, así que a tragar. A tragar y a ver cómo se llevan nuestro dinero sin que nadie haga nada, claro.

Begoña es la tercera. Conflictiva, pesada y chinche desde que tiene uso de razón. Esta no es que se crea superior, es que está permanentemente ofendida. Se cree que todo lo que hacemos los demás es para fastidiarle a ella; y cada vez que alguno tenemos algo, ella lo quiere, pero mejor. Y más vale dárselo porque si no lo obtiene, va a ser el tema de conversación en comidas, cenas y reuniones, hasta que lo consiga. Dicen que tiene un fondo noble, pero yo no se lo veo por ninguna parte. Quizás alguna vez lo tuvo, pero es que eso es lo que tienen las malas compañías. En el instituto se juntó con la peor especie de gentuza que había, y la había muy mala: cuando no era una pelea, era un robo. Cuando no había que ir a buscarla a comisaría, había que ir al hospital. Después las cosas se complicaron y vinieron los juicios, los ingresos en prisión y hasta una reyerta con muerto incluido. Por supuesto, mi madre nunca quiso echarle de casa: tragó, tragó y tragó. Ya se sabe, las madres. A día de hoy, parece que con que no vuelva a andar por donde solía, tiene derecho a todo lo demás. Muchas veces es insoportable, pero sabiendo lo insoportable que pude llegar  a ser, tiene licencia para todo.

Después vienen los mellizos: Amparo y Santiago. Siempre han sido trabajadores y discretos. La verdad es que casi nunca han dado la lata, siempre han cubierto el expediente y, como digo yo, ellos se lo fríen y ellos se lo comen sin consultar a nadie. Pero claro, como han visto que Jordi y Begoña obtienen lo que quieren a base de amenazar, exigir y no aportar nada, ellos habrán pensado que igual ese no es un mal sistema. Y al final, lo que pasa es que se están resabiando. Y en lugar de tener dos personas más aportando en casa, lo que van a tener mis padres son dos nuevas rémoras. Justo castigo a su desidia en la educación de sus hijos, creo yo. Pero eso no se lo diría nunca a ellos. El respeto es lo más importante.

Por último están las pequeñas, Rocío y Guadalupe. Estas, la verdad es que ni trabajan ni producen ni aportan, pero son tan encantadoras que nadie les exige cuentas. Desde pequeñas han sabido embaucar a mi padre con sus encantos, su buen humor y su simpatía. Y, desde luego, teniendo los hermanos que tienen, es a ellas a quienes menos se les puede exigir. Por otra parte, tampoco piden nada. Se conforman con lo que tienen, se quejan un poco de vez en cuando  y  si reciben algo, lo celebran. Si no, igual de bien.

Pues sí, señor: Esta es mi familia, se llama España y cada uno de nosotros somos una parte importante de ella: Isidro, Madrid; Jordi, Cataluña; Begoña, el País Vasco; Amparo, Valencia; Santiago, Galicia; Rocío, Andalucía y Guadalupe Extremadura. Hay más, claro, pero al final todos somos hijos del mismo padre y la misma madre. Todos con nuestros defectos comunes y cada uno con sus virtudes particulares, como en las demás familias. Nada que no haya pasado toda la vida, desde luego. Pero en mi humilde opinión, las familias que permanecen unidas llegan mucho más lejos que las que no lo hacen. Si no, mire usted a su alrededor.

Gonzalo rodríguez-Jurado Saro

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