Anteriormente había guardas, vigilantes y porteros cuya labor era vigilar, diferenciando entre quienes hacían una vida normal y quienes andaban con intenciones aviesas. Ahora hay cámaras, cámaras que no distinguen entre buenos y malos, que nos vigilan y nos juzgan a todos por igual, que nos siguen por la calle, en las tiendas, en los lugares de ocio… y en lugares peores. Cámaras que en todo caso registran nuestra vida, la guardan y la archivan para cuando haga falta o para quien le haga falta.
Anteriormente disfrutábamos de las ciudades, de su bullicio, de su jaleo, de sus “peligros” y de sus diversiones. Ahora las ciudades se defienden de nosotros. Nos imponen todo tipo de limitaciones hasta el punto de que para que las ciudades sean más amables con el ciudadano, se prohíbe al ciudadano entrar en las ciudades. Algo absurdo pero real. Con mucho más motivo si quieres venir en coche. Antes el centro era una vorágine de coches, atascos y falta de aparcamiento que lo hacía impracticable, a no ser que fueras en transporte público, que era lo que hacíamos todos. Dejábamos el aparcamiento para los que venían de fuera o para los que prefirieran “comerse” el atasco. Y aquí paz y después gloria, si no querías ir a centro, ibas a otro lado.
Anteriormente se fomentaba la responsabilidad frente a la vigilancia, la prohibición y la sospecha permanente. Te enseñaban que un trampolín es peligroso y que si no sabes saltar, no debes subirte. Ahora se prohíben los trampolines. Anteriormente te enseñaban que alcohol y volante eran incompatibles y que, si bebías, no podías conducir. Ahora pasas por un procedimiento penal de consecuencias incalculables. Y no solo te dicen lo que puedes beber, sino que te dicen cuándo puedes comprar el alcohol, aunque no vayas a conducir.
Anteriormente nadie te juzgaba, ni mucho menos te condenaba, si tenías una afición que no fuera acorde con el gusto de los poderosos. Di ahora que te gustan la caza o los toros… o que fumas.
No decenas, centenares de veces he salido al campo y he hecho una hoguera para asar sardinas, chuletas o para hacer un chocolate. Jamás se nos desmadró un fuego, ni pusimos en peligro un centímetro de tierra, más allá del círculo de piedras que rodeaba la hoguera. Sin embargo, ahora que está todo prohibido los fuegos se siguen produciendo, cada vez de forma más aterradora. Entre otras cosas porque el monte está sembrado de ramas, troncos y piñas que no se pueden tocar de su sitio para que, en su caso, arda mejor. Eso sí, se dice que el fuego es “de segunda generación” y así no hace falta explicar por qué ha ardido.
Nuestros agricultores y ganaderos -los de toda Europa- han sabido desde tiempo inmemorial qué hacer con esa leña caída en el bosque y, lo que es más importante, con los rastrojos o malas hierbas sobrantes después de una cosecha o una siembra. Pero parece ser que no, que lo saben mucho mejor los cuatro cantamañanas que ocupan los despachos de Bruselas, de Luxemburgo o de la madre que los que los alumbró a todos. Por eso está prohibido quemar rastrojos… y por eso se queman muchas más hectáreas de cultivo y de monte.
Hubo un tiempo en que comprar una botella de vino para cenar o para comer… o para bebértela de un trago, no te convertía en un alcohólico que le cuesta mucho dinero a la sociedad, sino que era una costumbre sana. Los borrachos eran borrachos, los alcohólicos, alcohólicos y la inmensa mayoría de la gente joven bebía sin control una o dos veces en su vida, aprendía la lección y en lo sucesivo sabía controlarse. Ahora se dedican a desafiar las prohibiciones como, entre otras cosas, ha hecho siempre la gente joven.
Más aún, en aquellos tiempos bárbaros previos a nuestro rescate por la civilizada Unión Europea, no se describió un solo caso de fallecimiento o enfermedad irreversible por haber probado aceite, sal pimiento o vinagre de un recipiente que no fuera un sobre de plástico, cerrado y “monodosis”. Pero qué le vamos a hacer, nadie dijo que ser superiores fuera fácil.
¿Pero sabe usted qué es lo más gracioso? Pues que esas leyes no las hacen los representantes que nosotros votamos en las elecciones al Parlamento Europeo. Entre otras cosas porque el Parlamento Europeo no tiene prácticamente potestad legislativa alguna, más allá de hacer sugerencias a la Comisión, que es quien realmente dicta las normas. Sí, esa Comisión a la que nadie ha votado. Esa Comisión que nos está pidiendo que mandemos a nuestros hijos a morir, para que ellos puedan seguir dictando normas absurdas, sin someterse a escrutinio, votación o control de ninguno de aquéllos para los que dicta las normas. No sé yo…
Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro
No hay comentarios:
Publicar un comentario