miércoles, 27 de mayo de 2020

QUO VADIS, SINISTRA


¿Dónde vas, izquierda? ¿No ves la crisis? No me refiero a la crisis sanitaria que padecemos. Ni siquiera a la crisis económica que ya ha generado y que, muy probablemente, nos va a hacer ver cosas que creíamos que ya nunca veríamos. La crisis que me preocupa en este momento es la crisis institucional que estamos viviendo y que, al amparo de las otras dos, está avanzando a pasos agigantados. Entre otras cosas, porque no es una degradación o un deterioro natural de las instituciones, sino un proceso meticulosamente planeado y ejecutado por quienes han estado y están ahora mismo en el poder. Y desde el poder es muy fácil desmontar la estructura de un estado, sea el que sea. Por eso se llama poder, entre otras cosas.

Siempre he presumido de liberal y, lo que es más importante, de haber tenido amigos de todas las tendencias e ideologías, excepto naturalmente, de aquéllas que se dicen “ideologías” y no son más que el soporte de alguna banda de secuestradores o asesinos. He presumido digo, de haber debatido de todo con amigos o con desconocidos, y de no haberme enfadado jamás con nadie por sus ideas. Ni enfadado, ni picado, ni molestado… Y si alguna vez alguien ha malinterpretado mis palabras, o mi falta de elocuencia ha dado lugar a alguna suspicacia, nunca me han dolido prendas en pedir disculpas. Más aún, como me gusta debatir, he encontrado foros en internet dónde durante años he podido debatir en libertad, con respeto y sin insultos. Pero últimamente, parece que eso es cada vez más complicado. En muchas de estas personas, he notado una radicalización extrema. Donde antes oía argumentos, ahora oigo insultos; dónde antes se referían a “la derecha”, ahora hablan de fascistas, franquistas, intransigentes y últimamente de “cacerolos”. Es decir, para la mayoría de la izquierda radicalizada, el único espacio democrático es el socialismo, el comunismo y el separatismo. Todo lo demás es fascismo y no sólo no tiene derecho a protestar, sino que merece ser insultado sistemáticamente.

Como quiera que pertenezco a la generación que de jóvenes fuimos radicales de un lado u otro, y que tuvimos que aprender a convivir. Y que lo hicimos siguiendo el ejemplo de aquéllos que se habían tiroteado en los campos de batalla, que entonces decidieron abrazarse y perdonarse. Que nos enseñaron que es posible pensar distinto y querer lo mismo, y que el respeto es el arma más poderosa para hacerse entender. Desde entonces tengo asumida esa mentalidad, y estoy hablando de los años ochenta del siglo pasado. Pero resulta que no hace tanto, en unas circunstancias nada claras, llegó al poder un sujeto inquietante, taimado y nada tranquilizador llamado José Luis Rodríguez. Inmediatamente, se puso manos a la obra para desmontar pieza a pieza, toda la estructura de ese régimen de conciliación entre españoles, que estaba pensado para que todos mirásemos juntos al futuro. Su principal “aportación” fue la llamada Ley de Memoria Histórica, cuyo fin era desmontar todo el sistema político de la Transición, basado en la reconciliación de los españoles, y volver a enfrentarnos unos con otros. Después de él, vino otro tipo no menos inquietante llamado Mariano Rajoy, que no sólo no hizo absolutamente nada por revertir la situación, sino que se dedicó a alentarla. Y lo hizo, no sólo no tocando una sola coma de esta y otras leyes. Además, permitió y alentó la creación de un movimiento de ultraizquierda que venía, apoyado desde el extranjero, a rebasar por la izquierda al Partido Comunista, que en su día había asumido los presupuestos pacíficos y conciliadores de la Transición. El mismo Partido Comunista que había luchado contra la dictadura desde dentro, desde las fábricas, desde las universidades y desde las parroquias. El mismo que había puesto los muertos y los presos. Lo promocionó, lo financió, puso un par de canales de televisión a su servicio y consiguió radicalizar a toda la izquierda española. A la vez, continuó con la política de su predecesor de dar entrada en las instituciones a la banda terrorista que, hasta entonces, se había dedicado a asesinar a todo tipo de representantes de esas mismas instituciones. Y lo hizo incluso, por encima de una sentencia del Tribunal Supremo. Hecho esto, sencilla y llanamente entregó sin discutir el poder a una coalición de la izquierda, la ultraizquierda y el separatismo, aún a sabiendas de que estaba dejando en tierra de nadie a su propio partido, y se marchó a su casa.

Cada cuál puede interpretar de la manera que le parezca más oportuna estos hechos, sus motivos o sus consecuencias. Pero desde luego, estas consecuencias son dramáticas: hoy en día, hay una polarización en la sociedad española muy, muy preocupante. Hay temas de los que es mejor no hablar, según quién esté delante. Personas con las que nunca hubieras pensado que discutirías, a las que te encuentras defendiendo al pueblo oprimido de tipejos como tú. Gente que siempre había argumentado brillantemente, soltando consignas de reality show. Y lo que es peor, esta polarización es idéntica a la que, durante años y decenas de años, se ha ensayado con éxito en los territorios dónde hoy día, el nacionalismo es una apisonadora incontestable. Dónde ser señalado es síntoma de graves problemas y hasta de ser expulsado de la sociedad. La buena noticia es que, en Cataluña que es uno de esos territorios, ya hay contestación y no tienen pinta de ir a callarse ahora. La mala, que la última vez acabamos a tiros.

Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro

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