lunes, 1 de octubre de 2012

Dispositivos

 

Nunca he tenido muy clara la diferencia entre la tablet, el portátil, el android, el áipod, el áipad, el áitach, el áifon y todos los “áies” que “hay” que conocer si quieres sobrevivir en este mundo. Es más, me cuesta entender para qué sirve cada uno, pero estoy seguro de que deben ser utilísimos porque están por todas partes. Lo que sí sé es que sirven para pasar muchas páginas de internet muy rápido, que es lo que hacen todos lo que los sacan en un lugar público. Efectivamente: te montas en el AVE y, de manera indefectible, el joven pelmazo que te ha tocado al lado y que es incapaz de salir a las plataformas para hablar por teléfono, está venga a pasar páginas en una pantallita mientras habla a gritos con su oficina; o la señorita de tres asientos más adelante pasa una página tras otra en su pantalla sin detenerse en ninguna, para hacerse la ocupada.
Pero esto no mejora nada si lo que tomas en lugar del AVE es el Metro, al que por cierto siempre he sido aficionado. Y lo uso siempre que puedo, pero es que además si lo comparo con otros metros que conozco, el de Madrid gana de largo. Y me refiero solo a los que conozco y he usado, que son los de Barcelona, Londres, Praga y Roma. No muchos, pero de ciudades bastante civilizadas. Pues en este, como digo, me siento un bicho raro cuando voy a trabajar y soy el único que no tiene un “dispositivo” entre sus manos. Bueno, para ser justos diré que sí lo tengo: el bolígrafo para rellenar mi revista de sudokus. De manera que al que mira la gente con curiosidad, no es al atormentado que tiene metida en los oídos una música que suena en todo el vagón; ni a la colegiala obsesa que teclea en un diminuto cacharro a razón de cuatrocientas pulsaciones por minuto; o a la funcionaria psicótica que pone su dedo en una pantalla y hace como que lanza la imagen hasta el principio del vagón; no, al que miran es a mí. A mí, que llevo un cuadernillo y un bolígrafo. Habrase visto qué poca vergüenza, un bolígrafo…
Y no digamos en los aeropuertos. Es obvio que, por su propia naturaleza, el avión es el transporte que más se presta a tenerte varias horas tirado en una sala de espera, en una cola etc. En esta circunstancia, sí que se justifica la utilización de estos diabólicos trastos. Sobre todo si viajas con niños. Sin embargo, la pregunta es ¿cómo es posible que cada vez que yo coja un vuelo, aunque sea en la compañía de más bajo coste, me tengan que tocar al lado las personas más importantes del mundo? Y es que no falla, oiga: es cerrarse las puertas del avión para rodar hacia la pista; o acabar de aterrizar sin haber llegado a la terminal, y el imbécil de al lado tiene que llamar a alguien para dar su posición: “que ya salimos…”, “que ya estoy aquí…” Claro, piensas tú, es que si no comunica dónde está, aunque sea a costa de la seguridad del vuelo y la vida de sus pasajeros, se van a disparar todas las alarmas. Tanto es así que, en el último vuelo que tomé de Londres a Madrid, mandé apagar los teléfonos mientras despegábamos a las dos ciudadanas que tenía a ambos lados de mi asiento. A la de la izquierda y a la de la derecha. El resto del vuelo no fue muy agradable, pero por lo menos cuando aterrizamos no se les ocurrió volver a sacar el telefonito…
Después están los restaurantes, bares, cafeterías y tabernas ¿Cómo es posible que en una mesa alguien saque una pantallita y se ponga a teclearla sin que nadie le llame la atención o sin que al llegar a la oficina le manden a por su liquidación? ¿O que otro saque un teléfono en mitad de la comida y se ponga a hablar? Claro, que si la otra opción es que se levante de la mesa para hablar, es mucho peor. Lo que me pregunto es si yo pasaría igual de inadvertido si sacara mis sudokus. Y la respuesta es bien sencilla: no son los dispositivos los que molestan, sino de la educación de quien los usa.

Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro

 
 
 

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