En esta España nuestra, cuyo
nombre tanto pudor da pronunciar a tantos españoles; en la que somos tan cursis
que los famosos no tienen abogado sino abogados, y los abogados ya no te mandan
la minuta sino que te cobran “suss honorarioss”, la gente no toma aperitivo
sino “brunch”, y los niños ya no van a garitos como toda la vida sino a “after
hours”. En esta España, que para nombrarla hay que hablar del país o del estado,
como el que habla del “marido de mi madre” por no pronunciar un nombre que
desprecia, o como si no hubiera más países ni más estados en el mundo; en donde
instituciones con más de dos mil quinientos años de historia como el
matrimonio, son algo despreciable y despreciado… si es entre un hombre y una
mujer; y en la que los padres tienen miedo de corregir y educar a unos hijos
que, aún siendo suyos, les faltan el respeto de forma sistemática.
En esta España, digo,
tenemos la fea costumbre de demonizar siempre algún pecado, de hacerlo el peor
de los pecados, el imperdonable, el pecado nefando, como se llamaba hasta hace
muy poquito a la homosexualidad. Era el único pecado que no tenía perdón, la
falta de la que no se podía acusar a nadie sin sufrir una severa respuesta, que
te podía llegar a costar la misma vida. Lo cual además, entendería todo el
mundo. Sin embargo no es creíble que entre los millones de acusadores,
inquisidores y delatores que a lo largo de nuestra historia han habido, no haya
habido ninguno que no adoleciera de lo que a los demás acusaba. Es lógico y
natural, siempre los hay. Y además, suelen ser los peores. Como lo de judaizar
o seguir practicando el judaísmo después de haber renunciado a él. El problema
no era que te acusaran, el problema era que si te acusaban, ibas a negarlo de
todas las maneras… lo que te convertía en culpable sin lugar a dudas.
Pues bien, es en esta
nuestra costumbre inveterada de condenar sin paliativos aquellos pecados que,
de poder, estaríamos todos encantados de cometer, donde creo que tenemos que
encuadrar el delito fiscal. Y es que no falla, oiga: como alguien quiera patear
tu reputación, afear tu conducta o señalarte como reo de vergüenza pública, sin
dudarlo te acusará de evadir impuestos, de no pagar IVA o de estar sujeto a
inspección fiscal. El acusador esperará entonces la desaprobación unánime de
los contertulios que, discretamente, apoyarán su enfado contigo, cambiarán de
tema o señalarán muy compungidos que si no pagamos impuestos, no podremos tener
servicios. De esta manera se dará paso a la ristra de servicios que nuestro amado
Estado del Bienestar nos ofrece con nuestro propio dinero: escuelas,
hospitales, ambulancias, bomberos, policía, carreteras. Pero claro, para no ser
mirado como sospechoso, nadie hará la reflexión de que con el cincuenta por
ciento del sueldo de todos y cada uno de los españoles, con entre el treinta y
el noventa por ciento de todas las transacciones comerciales o con el sesenta o
setenta por ciento del valor de todos los inmuebles, cobrado anualmente: la
escuelas tendrían que proveer, al menos, un profesor por alumno y cubrir todas
sus necesidades; los hospitales tenían que tener una dotación de medios
superior a la Clínica Mayo; las ambulancias tendrían que ser todas UVIs
móviles; los bomberos tendrían que tener al menos doscientas noches libres al año,
para trabajar de boys; la policía tendría que contar al menos con un Ferrari
por agente para perseguir a los malos; y no tendrían que existir los peajes. Ni
las carreteras comarcales. Pero como es obvio que todas estas cosas no ocurren
ni van a ocurrir nunca, la pregunta es ¿Dónde va el resto del dinero que no
cubre estos servicios tan esenciales? Contéstese cada cuál, que no tengo
espacio en este artículo para tantas barbaridades como se me ocurren…
Pero claro, como decía más
arriba, a todos nos parece fatal eludir el pago de impuestos, tasas y
gravámenes… pero todos lo hemos hecho alguna vez. El que esté libre de pecado,
que tire la primera piedra. Porque claro, esa es otra: si tú quieres poner a salvo
tu dinero de una voracidad fiscal que te parece injusta, se te acusa de
llevarte tu dinero a un “paraíso fiscal”. Es decir, de llevártelo a un sitio
donde no te cobran tanto por haberlo ganado ni eres sospechoso de nada por
tenerlo. Y donde por cierto, las escuelas, los hospitales y las ambulancias
suelen ser mejores y más eficaces que aquí ¿Entonces? Entonces, es muy
sencillo: no existen unos pocos paraísos fiscales, lo que existen son muchos infiernos
fiscales.
Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro
21 de Octubre de 2015
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