domingo, 30 de septiembre de 2012

Botellón en el aparcamiento

 

Todo parecía rodar de forma inmejorable ayer, en la Asamblea Extraordinaria de Agosto de El Tiro: cuentas con superávit, contención de gasto, altas, bajas, agradecimientos, parabienes… y llegó el punto de Ruegos y Preguntas. Y con él los comentarios más o menos crispados sobre el botellón, al parecer masivo, que se había organizado la noche anterior en el aparcamiento, de forma paralela a la fiesta de “cierre” de temporada. Y no es para menos, que según los que pudieron verlo, aquello parecía todo menos una reunión de amiguetes: maleteros abiertos, música sin control, botellas sin límite, cristales rotos… y hasta un ser aparentemente humano tirado en el suelo en el lugar donde debía aparcar un coche. Que de no haberlo visto, igual hoy estaríamos lamentando una desgracia peor. A la del conductor me refiero, además de a la otra.
Cuando dije, en comentarios anteriores, que los que frecuentábamos El Chato en las noches de los años ochenta habíamos inventado el botellón, me refería, cómo no, a reuniones pacíficas, aisladas y sin molestar a nadie. Excepto a nosotros mismos y a la que se le ocurría decir aquello de: “a mí, ni se te ocurra tirarme, ¿eh?”…pero eso era parte de la fiesta. Sobre todo, lo que me parece importante resaltar de aquéllas reuniones es que, aunque subiéramos con la garrafa de cinco litros comprada a granel en El Cubanito, nadie bebía para emborracharse. Bebíamos, reíamos, cantábamos, nos bañábamos y volvíamos a beber. Y si a alguien se le iba la mano con el vino era asunto suyo y ya sabía que debía pagar al día siguiente la resaca. Pero, por supuesto, nadie encontraba gracioso ver borracho a un camarada. Y menos aún a una camarada, claro. No sé si alguien me calificará de machista por escribir esto, pero al menos me calificarán de políticamente incorrecto, lo cuál me interesa entre poco y nada.
Decir que el botellón es una costumbre más que extendida por toda España y que no es exclusiva de La Granja, es decir poco más que una obviedad. Ahora bien, decir, como tantas veces hemos oído, que “es inevitable”, que “todos los chicos lo hacen” o que “te dicen que no van a ir, pero van todos” me parece, cuando menos pusilánime. Es decir, “yo no educo a mis hijos porque los demás no lo hacen y como se van a juntar con ellos…” Esta última me parece una opción tan legítima como cualquier otra… siempre que usted responda de los desaguisados de su criaturita, ya que usted se niega a enseñarle a responder a él ¿o no? ¿o es que tenemos que asumir como inevitable, como signo de libertad y modernidad, que nos atropellen, que nos roben el sueño de nuestros hijos, de nuestros enfermos y de nuestros mayores, nuestras horas de descanso y hasta el respeto y la autoestima? Pues yo no me resigno. Y ojo, que tengo una hija de catorce años y sé que diciendo esto estoy tirando al aire una moneda muy peligrosa. Que por mucho que los eduques, o creas que los estás educando, el que sale peleón sale peleón. Pero eso ya no depende de usted, de mí, ni de nadie más que del “angelito”. Claro, que si no viene educado desde pequeñito un bigardo (o bigarda) de uno noventa, con dieciocho añazos, tiene mal arreglo…
En consecuencia, y dado que muchos papás -amparados por la Ley- están dispuestos a compartir con nosotros la felicidad de educar a sus hijos en libertad, lo único que podemos hacer es protegernos de ellos, de sus hijos y de su libertad ¿cómo? Pues siendo tan intransigentes como ellos, o más. En concreto para la fiesta de El Tiro, y para que nadie diga que no aporto alternativas, propongo que cada socio que vaya a asistir deje por escrito antes de venir marca, modelo y matrícula de su coche, así como número de ocupantes. Esto sería comprobado en la entrada de la carretera, no dejando pasar a ningún coche que no sea esperado. ¿Incómodo? Incomodísimo, pero mucho menos que convertir el aparcamiento en un estercolero y llenarlo de jenízaros borrachos y sin control. ¿No hay gente para hacerlo? Me ofrezco voluntario ¿Hasta cuándo? Creo que una o dos veces bastaría…
Por supuesto hay más opciones, pero la peor de todas es lamentarse.
Gonzalo Rodríguez-Jurado


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