domingo, 30 de septiembre de 2012

¡Churro va!

 


Ese era el aterrador grito que oías segundos antes de que el mundo se desplomara sobre tu espalda. El mundo o un compañero de cincuenta kilos, que algunos ya saben de lo que estoy hablando. Se trataba, para quien no haya tenido la fortuna de conocerlo, de un juego. Sí, pero un juego de los de verdad, de los que se juega con otros y contra otros, no contra una pantalla; un juego en el que intervenían la agilidad, la flexibilidad, la fuerza, el compañerismo… y hasta la astucia. Pero sobre todo intervenían tus amigos, que era lo más importante.
La forma de jugar, relativamente sencilla: un supuesto -aunque no siempre lo fuera- neutral, llamado “madre”, con la espalda apoyada contra la pared. Se echaba a pies (“oro”, “plata”, “oro”…. “monta y cabe”) para elegir dos equipos de no menos de cuatro personas cada uno y no más de mil. Si un equipo elegía primero, el otro “pringaba”; o sea, le tocaba ponerse. Y ponerse nada menos que cada uno con la cabeza metida, desde atrás, entre las piernas del compañero que, a su vez hacía lo propio con el anterior. Y así, hasta el primero, que apoyaba su cabeza contra la tripa de “la madre”. Una vez puestos en esa posición y tras lanzar el fatídico grito, los del otro equipo tomaban carrerilla y, de uno en uno, iban saltando para caer sentados a plomo sobre la fila que los pobres sufridores formaban con sus espaldas. Si la fila se rompía o se caían, volvían a ponerse. Si aguantaban a todo el equipo contrario sobre sus espaldas, el primero que había saltado ponía alternativamente la mano sobre su muñeca, su codo o su hombro y preguntaba: “¿Churro, media manga o manga entera?” si los que estaban aguantando adivinaban donde había puesto la mano, les tocaba saltar y a los que estaban arriba, ponerse. La “madre” era quien debía confirmarlo. También había quien decía, en lugar de “manga entera”, “mangotera” o “mangotero”. Incluso una vez vi jugar a unos de La Granja que decían “melón, sandía y oqué”, pero eso ya era sofisticar mucho el juego, en mi opinión…
Nunca nadie resultó herido. Ni siquiera traumatizado, que entonces los obesos se llamaban simplemente gordos, y para este juego eran los más cotizados. Como todo, ser gordo tenía sus ventajas y sus desventajas, no como ahora. Recuerdo que, durante varios años seguidos, en la zona de la plaza donde nos juntábamos “los marqueses” en el baile, que era la que hay entre la puerta del Ayuntamiento y La Fundición, se formaban “macro-churros” de hasta quince personas por equipo. Si te tocaba ponerte en uno de los primeros puestos, no había ningún problema. Lo malo era de la mitad para atrás. O que te tocara saltar de los primeros y tuvieras que volar hacia delante, para dejar sitio a los que venían detrás. Si caías sobre el churro y con las piernas no demasiado abiertas, no había excesivo problema. Lo malo era si volabas demasiado alto y caías “fuera de pista”… Otras veces nos daba por formar torres humanas, al estilo de los castellers catalanes, pero a la segoviana. Con las consecuencias previsibles, claro.
Había otros muchos juegos, más o menos “civilizados”, como Las Chapas, con sus inexorables reglas de “pica por fuera, es fuera” y “saltón, repitón”; o el “pasillo” que preceptivamente había que hacer al que saliera del cuarto de baño y no viniera de hacer solo pis; o las canicas, con instrucciones de juego como “fuerte pase bola” o “flojo pase bola”, a las que había que atenerse si el oponente las pronunciaba antes que tú. Si había que hacer equipos, el procedimiento reglamentario eran los mencionados pies. Pero si de lo que se trataba era que alguien tenía que “ligarla” o “pocharla”, el procedimiento indicado era “dar china”. Para eso, el primero que pronunciara la fórmula mágica de “china doy, salva estoy: perejil, perejil, que no me den a mí”, era el maestro de ceremonias: ponía una china en una de sus manos y le mostraba los dos puños cerrados boca abajo al primero de la fila. Si este adivinaba en qué mano estaba, se salvaba; si no, le tocaba. A no ser que detrás en la fila viniera otro que no acertase, en cuyo caso salvaba al anterior.
La pregunta es ¿qué pensaríamos hoy, si viésemos a uno de nuestros hijos tirarse por un terraplén con la bicicleta, soportar con la cabeza metida en el trasero de otro que le saltaran encima o que le diesen veinte collejas al salir del baño? ¿Llamaríamos por teléfono a los papás del niño que le hubiese ganado catorce canicas al guá, para que se las devolviera? ¿Nos iríamos tan tranquilos a jugar al mus en El Tiro, si nos dijeran que iban a hacer un fuego detrás del Chato para hacer una chocolatada o para asar chorizos? O, mucho mejor todavía ¿qué dirían nuestros hijos si le dijéramos que tenían que jugar a esas cosas? Pues no lo sé, pero podíamos proponérselo…
Gonzalo Rodríguez-Jurado Saro


No hay comentarios:

Publicar un comentario